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El blog de Pepe Mendoza

NI COMPLETAMENTE EN SERIO NI COMPLETAMENTE EN BROMA

NI COMPLETAMENTE EN SERIO NI COMPLETAMENTE EN BROMA

(Lo que dije ayer en la presentación de mi libro,  Ecos de Vecindad)    

     Buenas noches. Muchas gracias a Millán Alegre, Concejal de Cultura, por su presencia y por haber removido Roma, Santiago y La Arboleda Perdida, y haberse comprometido personalmente a abrir la Fundación para que el acto se esté celebrando aquí, en la casa de Rafael. A Eduardo, un editor honrado y generoso (parece una contradicción, un oxímoron, signifique lo que signifique oxímoron, pero no lo es), un tipo que cree que tan importante como la libertad de expresión es la libertad de impresión, un periodista de raza al que uno leía con gusto cuando escribía hace ya algunos años en El Mundo o en Interviu, revista en la que salía todas las semanas sin necesidad de enseñar las tetas. Gracias a Rafa, Director y Caballero, pero sobre todo amigo, a quien desde este momento hago responsable, después de su generosa presentación, tanto de la venta masiva de libros en cuanto cerremos el acto, como de la no menos masiva devolución mañana por la mañana, una vez que ustedes lo ojeen por encima esta noche. Tengo su dirección. Gracias a María Antonia, que viene en primera convocatoria también como amiga y en segunda como Concejala de Educación. Si con educación se va a cualquier sitio, con educación y con María Antonia se va, además, muy bien acompañado.

     Gracias a los compañeros de El Alambique, hermanos de sangre y de corazón que me van ayudar esta noche, leyendo alguna de las columnas que aparecen en el libro. Gracias a Fernando Santiago por regalarme el prólogo: nos une un sentimiento que no se puede explicar, pero no piensen ustedes mal que ambos estamos felizmente casados y no entre nosotros. Nos une  el sentimiento colchonero, qué manera de sufrir, qué manera de palmar, qué manera de vencer, qué manera de vivir. Gracias a Bernardette Ortolá, amiga y profesora de literatura que me ayudó a barrer un poco las hojas muertas que a veces se adhieren al estilo y a la puntuación como el musgo a la corteza. Gracias, por supuesto, a Irene, Alberto y Pablo. Y a Isabel, sobre todo a Isabel. Seguro que se me olvidan muchos nombres, pero conste en acta que, aunque de desagradecidos está el mundo lleno, yo no pertenezco a esa cofradía de estiraos, que uno le debe mucho a mucha gente. Tengo una memoria extraordinaria para lo bueno: jamás olvido a quien me hace un favor, a quien me quiere o a quien me quiso. Gracias, de corazón,  a todos los que habéis tenido el detalle de acompañarme en este día tan especial para mí y para los míos.

     Gracias y también perdón por el secuestro. La mayoría de vosotros está aquí, reconozcámoslo, porque habéis sufrido durante las últimas dos semanas un escrache, un escrache pacífico, pacífico pero, no me duelen prendas en reconocerlo, mu jartible. Por tierra, mar y Facebook  habéis aguantado con resignación franciscana la presión, esos encuentros de los últimos días, a simple vista fortuitos, pero que estaban  preparados a conciencia. Hagan memoria: vale, aquel primero en la calle Luna pudo ser pura casualidad. El segundo en la cola del Mercadona, de acuerdo, mera coincidencia. Pero el tercero, como dice el enemigo de James Bond, fue ya una acción hostil. Todos provocados, como diría Umbral, para hablar única y exclusivamente  de mi libro. Pido perdón, pero no lo vayáis a estropear al final.  Quedaos quietecitos en vuestros sitios y no intentéis escapar. No se ve, pero debajo de la mesa tengo un tirachinas, un tirao de horquilla de pino, gomas amarillas y zapateta de cuero. No le tocaré un pelo a nadie si nadie se mueve.

     ¿Por qué escribes? ¿Por qué escribes columnas? ¿Por qué escribes columnas tan a ras de Cádiz y de El Puerto?, son tres preguntas que a uno le hacen de vez en cuando. ¿Y por qué no escribir? ¿Y por qué escribir otros géneros, sin tener ni la más remota idea, cuando uno sólo es hombre de medio folio? ¿Y por qué escribir de otras partes cuando lo verdaderamente universal, como dice Fernando en el prólogo, sucede en el pueblo de uno?  Supongo que tiene mucho que ver que a mi casa vieja, al número 17 de la calle San Sebastián, llegaba a primera hora de la mañana, calentito, como las cemitas del Guarigua, el Diario de Cádiz.

     ¿Por qué no escribes sobre esto y sobre lo otro? ¿Y  por qué no escribes en serio, que ya vas teniendo una edad? ¿Y por qué no pegas un saltito definitivo del blanco y negro al tecnicolor, que diría mi amiga Oliva? ¿Y por qué no te atreves de una vez a llamarle al pan pan y al vino vino y te dejas de mariconadas, y criticas de verdad, con valentía y por derecho,  al PSOE, en lugar de meterte siempre con el PP (que se te ve el plumero de lejos), y criticas de verdad, con valentía y por derecho, al PP, en lugar de meterte siempre con el PSOE (que se te ve el plumero de lejos)? La gente es muy preguntona y muy joia, no me digan que no.

     Seamos sinceros: yo de la mayoría de las cosas no entenderé, pero de articulismo, menos. Puedo parecerlo, porque engaño mucho, pero no soy tan inteligente como para aportar cada quince días un argumento bien razonado, ni tengo cultura ni para dar ni para tomar ni para informar a lectores que en la mayoría de los casos saben más que yo. A mí las ideas y las ocurrencias me llegan con mucha dificultad y procuro administrarlas con moderación para que no se me gasten en el primer párrafo. Yo cada vez que termino una columna pienso que es la última, que nunca más podré llenar con un mínimo de decencia el medio folio, que la semana siguiente tendré que llamar al periódico e inventarme una excusa de peso, porque uno, eso sí, tiene su dignidad y su corazoncito: que he empezado una novela de mil y pico páginas que me ha encargado directamente Lara para Planeta y que me va a llevar mucho tiempo; que tengo tres ofertas, de El País, de El Mundo y de ABC que estoy estudiando y que necesito desconectar un tiempo antes de decidirme por uno de ellas; o, yo qué sé, que me ha llamado Alonso de Santos para que le haga de negro o Javier Ruibal para que le escriba cinco o seis canciones.

     El miedo al folio en blanco, a quedarse seco para siempre, no se va nunca. Mis opiniones, además, no son mejores que las de los demás, ni siquiera están mejor escritas. Yo soy, por encima de todo, un lector compulsivo de columnas, ese género que Umbral (otra vez Umbral, uno de los putos amos del columnismo), ese género, decía, que él bautizó como “el soneto del periodismo”. Parafraseando a Borges, que otros se jacten de las columnas que escribieron; yo estoy orgulloso de las que he leído, leo y seguiré leyendo. Un servidor puede hablar con algo de propiedad sobre convenios colectivos, los servicios mínimos en las huelgas o sobre la intermediación laboral, y de poco más. Escribo, simplemente, y sin más pretensiones, para que me lean, para que me lean hasta el final y no me dejen la columna a medias. Con eso me conformo. Reconozco eso sí, que leo tantas a la semana que hay veces que termino vomitándolas como si fuera un quinceañero un sábado por la noche. Yo soy, además, de digestión pesada. Qué misterio, por cierto, de toda la vida de Dios, ¿verdad?, el de la digestión.

     Hablaba antes del miedo ante el folio en blanco, pero acojona más todavía el miedo ante el folio mal escrito. Creo que es mucho peor. Hay días que uno  entrega el artículo con el puchero puesto, pidiendo perdón, lo siento, no volverá a ocurrir, es que he estado ayudando al niño con las matemáticas. Eso sí, como les digo una cosa les digo la otra: esa semana va uno casi escondiéndose por la calle, como si estuviera jugando al cruz, cruz por mí y por todos mis compañeros y por mí primero, y de pronto alguien te llama y te dice: genial, Pepe, genial, hacía tiempo que no leía una columna tuya tan bien escrita, tan cuidada en el fondo y en la forma, tan poética, tan divertida y la vez tan crítica con el actual estado de las cosas. No falla, eso es así. La gente es muy preguntona y muy puñetera en general, pero en particular, Fulanito, Menganita o Zutanito, uno a uno, suelen ser personas muy compasivas y empáticas. Luego resulta que al final, cuando tú ya has dicho gracias, muchas gracias, y te haces el interesante,  uno hace lo que  puede, etc., de pronto te sueltan: magnifico el artículo sobre Faelo Poullet. Y resulta que Fulanito, Menganita o Zutanito  se han confundido y al que  han leído es, efectivamente, a un tal Mendoza, pero su nombre de pila es Ángel, mi hermano Ángel, y uno se va de allí echando leches,  con la autoestima a la altura del parking de la Plaza Peral. Me alegro mucho por mi hermano, de verdad, pero Fulanito, Menganita o Zutanito no tienen nada ni de compasivos ni de empáticos. Unos siesos maníos, eso es lo que son Fulanito, Menganita y Zutanito. Los tres juntos y por separado.

     Como todo el mundo, yo empecé a escribir para bautizos, comuniones, bodas y extremas unciones. Colaboré con columnas habladas en M-80 y la Cadena Ser, y luego me dijeron que, como tenía poquita voz pero desagradable, mejor lo pusiera todo por escrito: en El Puerto Información y en Noticias Locales tuve mi primera parcelita y allí empecé a cultivar juegos de palabras, hipérboles y metáforas. Entre medio y entre medios, de vez en cuando mandaba alguna que otra carta al Director al Diario de Cádiz, unas cartas horrorosas, la verdad, en la que todo eran adjetivos engolados que se derretían por el camino del merengue que llevaban. Luego, una tribunilla libre por aquí, una colaboración  por allá… Hasta que cogí postura, me acurruqué en un rincón de la sección de Local y ya les dio pena echarme.

     Fue el sábado 8 de octubre de 2005, cuando aparecí por primera vez, ya de manera regular y como columnista de desconocido prestigio, en la ciudad de papel de El Puerto, de la mano de. Francisco Andrés Gallardo, y, posteriormente, de Teresa Almendros. Ambos me abrieron fraternalmente,  por quincenas, las puertas de su azotea en la calle Larga y me dieron 2.200 caracteres con vistas al Guadalete. El jueves 23 de octubre de 2008,  Rafa Navas me propuso adelantar mis ocurrencias a las primeras páginas. Le dije que no, pero el entendió que sí. Para convencerme de la necesidad del traslado, le faltó esgrimir que yo era como aquel personaje de Moliere que un día descubrió que llevaba toda la vida hablando en prosa sin saberlo, sólo que un servidor hablaba en columnas. Fueron, exactamente, 151 y 500 noches. En febrero de 2012 volví a hacer guardia en la garita de El Alambique, un lugar privilegiado con unas vistas impresionantes. Les aseguro que algunas mañanas limpias de verano, sólo hay que saber mirar, todavía se pueden ver las casetas rojas y blancas de La Puntilla, el bar La Burra, el futbolín de El Pato o la feria de Crevillet.

     En mi caso, escribir también ha mejorado, no saben ustedes cuánto, mi relación familiar. En casa, al principio, llegué a creerme un superdotado del columnismo, un Juan José Millás, un Ignacio Camacho, un Enric González. Mi mujer y mis hijos recortaban mis colaboraciones y la ponían en el frigorífico, la repartían por el instituto, hacían mesas redondas en la cocina para comentarlas… Eso sí, ojo al dato, siempre tomando la precaución de que yo les viera. No tardé mucho en pillarles y desengañarme: querían que escribiera todos los días y a todas las horas porque tanto ellos como los de Maphre se sienten más seguros cuando estoy delante del ordenador que cuando pinto una habitación, cambio una bombilla o intento arreglar un grifo. Me ven levantarme del portátil, se miran entre ellos temiéndose lo peor, y alguno dice "afínala más papá, échale un vistacillo a las comas, mira a ver si puedes eliminar algún gerundio". Tengo yo un amigo por el estilo al que en su casa, en defensa propia de la propia familia, valga la redundancia,  le escondieron el taladro hace treinta años y no ha vuelto a verlo.

     Escribe uno también  para llevarles la contraria a ellos, aunque a estas alturas de la historia hay veces que uno no sabe muy bien quiénes son ellos, ni  sabe muy bien cómo se les lleva la contraria. Creo que el recado de escribir implica ponerse del lado de los que sufren. Cantarle las cuarenta a los poderosos o a los asistentes de los poderosos,  más aún en este tiempo de canallas sin escrúpulos y de psicópatas sociales, es un deber moral. Les jode, doy fe de que les jode, sobre todo si uno utiliza el humor y la sátira y ven en una humilde esquina de papel de un periódico de provincias que un don nadie les dice que no valen nada, que como el rey del cuento van desnudos, desnudos de ropa y de vergüenza. Saldrán los palmeros a defender al artista; renovarán sus votos los estómagos agradecidos ante el cacique de turno dejando constancia de que mientras haya privilegios seguirán haciendo genuflexiones y babosearán como aquel personaje que interpretaba José Luis López Vázquez en Atraco a las tres,  “Fernando Galindo, un admirador, una amigo, un esclavo, un siervo”;  entrarán en tu blog y desde la cobardía que da el anonimato lanzarán unos cuantos escupitajos para intimidarte. Pero no importa, porque el columnista es socio desde hace siglos del Club de Fans de Don Francisco de Quevedo y Villegas: No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo. El lema del periodismo debería ser mantenerse lo más alejado posible del poder. Y escribir a favor de los que no tienen ni más velas, ni más mejillas que poner. 

     En realidad, creo que también escribo porque rejuvenece mucho y te ahorras una pasta en cremas, colágenos, botox y todas esas porquerías con las que creemos neutralizar las ofensas del tiempo. Asomarse al espejo de la escritura y poder mirar cara a cara al crío que uno fue una vez, ese que esperaba como un perrito faldero que su padre soltara el periódico para leer a los maestros que me dieron de leer cuando no había libros en el mueble bar de mi casa, es un ejercicio de nostalgia pero también de gratitud a mis mayores. Mi padre está pero ya no está, pues se mudó hace más de seis años al olvido, y su mirada ya no se posa en el Diario que mi madre sigue comprándole cada semana con la esperanza de que  pueda reconocernos a mi hermano Ángel y a mí en las fotos, y pueda leer nuestras columnas, las mismas que ella anuncia orgullosa en el barrio, como anunciaba El Catalán los iguales para hoy en la calle San Sebastián y Lolilla los caracoles en el Distrito 21. Escribir, insisto, rejuvenece: se tenga la edad que se tenga, uno siempre vuelve de hacer la tarea de Lengua hecho un chaval.

     En fin,  por ir  terminando que  veo ya a mucha gente durmiendo, algunos incluso roncando, y el resto se querrá acostar. ¿Por qué Ecos de vecindad? Porque la mayoría de las columnas a mi me huelen y me saben a lagares perfumados, a pino y sal, a marisma y playa, a viviendas encaladas de bajas azoteas, y uno se puede ver, sólo hay que saber mirar y mirarse,  jugando con Paco y Fae en el corredor de este patio de vecinos de El Puerto que te lleva a cien palacios y a una calle de agua a la que llaman del olvido. Lo proclamó Kavafis: No hallarás otra tierra ni otro mar. La ciudad irá en ti siempre, pues es siempre la misma. No busques otra, no la hay. Conste donde tenga que constar que me lo paso bien escribiendo.

     Procuro ser fiel al primer mandamiento del maestro Manuel Alcántara: no aburrir ni a Dios, sobre todas las cosas. Sé que la mayoría de las veces no lo consigo, pero nadie puede quitarme la gloria del empeño. Escribo siempre con alegría, con la paciencia amable y atenta con la que labora el artesano. Intento, como los buenos toreros, arrimarme y exponer, dar consuelo al afligido y afligir al consolado. El columnismo no ha hecho sino confirmarme, a través de rostros y nombres, que la felicidad no necesita de la belleza tanto como la desventura. Y que los derrotados, vengan las crisis que vengan, seguirán siendo invencibles.Mi escaso talento literario procuro compensarlo con otros méritos de los que sí presumo con orgullo. Salvo 6 meses de parón obligado, en los que, por más que lo intenté, las musas me hicieron el mismo caso que Mourinho a Casillas, no he faltado nunca a la cita quincenal con los lectores. Jamás tuvieron que llamarme del periódico para reclamarme el artículo. Un artículo que, al menos para mí, fue siempre de primera necesidad. Espero que no me hayan tomado, ni me tomen nunca, ni completamente en serio ni completamente en broma. Y que hayan sabido disculpar mis acreditadas carencias en este difícil arte de poner bien puestas unas palabras detrás de otras. 

     Muchas gracias.

     Viernes, 28 de junio, Fundación Rafael Alberti (El Puerto de Santa María)

     P.D.: Mi agradecimiento a Teresa Almendros, Enrique Bartolomé, Manolo Morillo, Ángel Mendoza y Pablo González, que amenizaron e hicieron más digestiva esta exposición leyendo algunas de las columnas que aparecen en el libro.

    

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