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El blog de Pepe Mendoza

DIARIO DE UN CARTUJO COQUINERO EN LUCHA CONTRA EL CORONAVIRUS (V)

DIARIO DE UN CARTUJO COQUINERO EN LUCHA CONTRA EL CORONAVIRUS (V)

DIARIO DE UN CARTUJO COQUINERO EN LUCHA CONTRA EL CORONAVIRUS (V)

DÍA QUINTO

Teatro, lo nuestro es puro teatro. Cada mañana de esta cuarentena que nos ha aislado pero que milagrosamente ha hecho que estemos más unidos que nunca, nos ponemos la nariz de payaso y salimos al escenario de las redes sociales en defensa propia, en defensa nuestra. Somos el circo de aquella infancia que alegraba siempre el corazón. Se canta, se aplaude y se celebra en ventanas y balcones cualquier cosa, con tal de mantener viva la esperanza, que es la vida misma defendiéndose del Covid-19, de los expedientes de regulación de empleo, del cinismo de algunos representantes públicos que no nos merecemos. A pesar de todo, seguimos vivos y actuando, lo cual es un éxito total. Somos como esos secundarios de oro del cine y el teatro español, imprescindibles para humanizar esta distopía futurista en la que las bolsas, los besos y las calles alcanzan mínimos históricos. No se qué pensarán vecinos y amigos teatreros de reconocido prestigio como Emilio Flor, Manolo Morillo, Antonio Ocaña, Montse Torrent, Juan García Larrondo o Paco Crespo, de todo esto. De la que probablemente sea la interpretación de nuestras vidas.

Mis rutinas siguen siendo, más o menos, las mismas. A mis ventanales voy, de mis ventanales vengo. Anoche me asusté mucho. Ustedes van a pensar que esto que voy a contarles es pura ficción, una argucia literaria para salvar esta croniquilla de hoy, pero juro por Dios que, además de no volver a pasar hambre (cuando anuncien el fin de la cuarentena tendremos que llamar a un albañil para que ensanche la puerta y poder salir), esto pasó y por eso lo cuento.

Eran exactamente las cuatro y diez, como en la canción de Aute pero Ante Meridiem, no Post Meridiem (signifiquen los que signifiquen estos latinazgos). Unos ruidos extraños me sacaron de los brazos amorosos de Morfeo. Llovía copiosamente. Todavía entre el sueño y la vigilia, me tranquilicé pensando que no podían ser ladrones, pues está prohibido salir de casa salvo para casos excepcionales. Robar, que yo sepa, por lo menos mientras estemos en cuarentena, no figura en la lista de actividades permitidas. Ni siquiera llevando un perro, salvo que te dediques a chorizar farolas. Me acerqué dando tumbos a la cocina, pues de allí provenían lo que ahora más que ruidos parecían quejíos. Cubrí el trayecto a oscuras, en camiseta interior, a pasito corto, dándome ánimos, como si fuera una costalero. Espíritus, me decía a la vez que apretaba para dentro los esfínteres, tampoco pueden ser, pues las almas en penas también deben permanecer recluidas. Pienso, qué tontería, que el niño del Sexto Sentido estará ya más tranquilo, pues ya hace casi una semana que no ve muertos.

Entro en la cocina y los que lloran a su manera son el frigorífico y el microondas. En mi casa es normal escucharlos a diario, seguro que en la suya también. Pero no sé, en estos días en los que la peste del siglo XXI cabalga a través de los países y de las paredes con la guadaña en guardia, a mí me asustan hasta los Telettubbies (esa doble t y esa doble b en el nombre tienen que significar algo siniestro). Pero no nos desviemos. Le puse la mano al frigorífico en el congelador y estaba ardiendo. Acudí inmediatamente después al microondas. Estaba frío como un cadáver. Qué raro era todo. No les he dicho que siempre he tenido muy buen rollo y una gran empatía con los electrodomésticos. Yo creo que ellos también tienen alma, corazón y vida. Bueno, en lugar de corazón, termostato, que es más o menos lo mismo. Y nos hablan, claro que nos hablan, desde una abismo blanco de kilovatios, destellos y fusibles. Mi interpretación sobre su extraño comportamiento la madrugada pasada es que también los cacharros se tienen que acostumbrar a tenernos todo el día en casa, pues elos también han perdido libertad e intimidad. Y ahora, además, están sobreexplotados.

Permanecí con ellos un rato, intentado anirmarles un poco. Les hablé de las nobles aspiraciones de la aspiradora, de la limpieza de miras del lavavajillas, de lo mucho que he aprendido de la Thermomix. Ir por la vida a velocidad cuchara ha rebajado bastante mis niveles de ansiedad. Me agradecieron sinceramente que tuviera a todos los miembros de su familia en tan alta consideración. No les dije, para no herirlos, que no a todos. La lavadora nunca me cayó bien. Desestructurar parejas de calcetines, con toda el sufrimiento que provoca, no es de buenas personas. Ni de buenos cacharros.

Ya no me acosté. Vi amanecer, que no es poco. Me asomé a la ventana y vi a la chica de ayer. Tan temprano ya había un ambientazo. La gente iba con el mismo pijama de estos días y con un impermeable para combatir la lluvia. Por razones de salud pública creo que deberían ampliar el Decreto del estado de alarma para que pudiéramos comprar pijamas nuevos. Coforme pasaban los minutos se fueron incorporando nuevos vecinos a la fiesta. No sé si los que cantaban eran animalistas sobrevenidos, dándole las gracias a Noé por haber salvado a una pareja de perros. O capillitas con el corazón contento corazón contento lleno de alegría rezándole a la Virgen de la Cueva para que siga lloviendo porque este año les da igual.

La lluvia, dijo Borges, es una cosa que sin duda sucede en el pasado. Otro tiempo vendrá, mejor que este presente.

(17 de marzo)