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El blog de Pepe Mendoza

NO APAGUEN EL PROYECTOR

NO APAGUEN EL PROYECTOR

NO APAGUEN EL PROYECTOR

     El otro día volví a ver La rosa púrpura de El Cairo, esa deliciosa comedia romántica del mejor Woody Allen en la que la protagonista, Cecilia, se refugia en el cine para escapar de una vida horrible en los años de la gran depresión americana. Entre rendirse y soñar ella elige soñar, y sueña tanto y tan bien que una noche el galán de su película favorita atraviesa la gran pantalla para conocerla.

     Pero hay en esa pequeña obra maestra un personaje secundario, al que yo sólo recordaba vagamente, que me sobrecogió casi tanto como las desgracias de la protagonista. Es un actor de reparto que queda atrapado en la película sin poder salir de ella, y que se pasa las escenas implorando todo el rato a la cámara: “No apaguen el proyector. Si se va la luz desaparecemos todos. No pueden entender lo que se siente al desaparecer y convertirse en nada”.

     Tal vez porque necesitamos la ficción para encontrarle sentido a lo real, pensé que ese hombre angustiado y valiente era el arquetipo de todos los secundarios que en estos últimos años nos han recordado que debemos mantener el proyector encendido, y dar la cara siempre, porque si miramos para otro lado nos sacarán del primer plano en el que hasta hace poco teníamos asegurada nuestra presencia como ciudadanos. Hablo de todas las cecilias que siguen soñando con una existencia personal y colectiva más amable, de todos y de cada uno de los héroes de la resistencia que se rebelan contra esta monumental estafa económica y moral. De ese personaje coral, en fin, que es de lo poco decente que queda en este país podrido en el que, en palabras del escritor Félix de Azúa, la corrupción ocupa un espacio descomunal en el que ya nada se corresponde con la palabra democracia en sentido estricto.

     Ni los amos, ni sus asistentes, los Rajoy, Rubalcaba, Mas y compañía, podrán entender nunca, como nos recuerda el personaje de Allen, qué se siente cuando uno desaparece para siempre de espacio íntimo de su vivienda hipotecada, de la lista de la plantilla de su empresa, de la cama modesta en un hospital público. Qué se siente, en definitiva, cuando uno se convierte en nada.

     (Diario de Cádiz, 4 de enero de 2013)