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El blog de Pepe Mendoza

RAFALITO

RAFALITO

RAFALITO

     Hará cosa de diez años mi padre se mudó al olvido. Un reventón en su cabeza y, de pronto, los seres queridos y los paisajes que lo arroparon durante su existencia se convierten en un arboleda calcinada, en una casa de vecinos en ruinas. En esa noche oscura de la memoria vivió Rafalito ayuno de recuerdos, como queriendo no existir, durante una década que a nosotros nos pareció un siglo. Contemplando indefenso, tras la espesura de la niebla, como en los versos de Jorge Manrique, cómo pasaba la vida, cómo se venía la muerte, tan callando.

     A mí me gustaba imaginar, en defensa propia, en defensa nuestra, que en la memoria de Rafalito tal vez hubiera alguna luz en aquel oscuro túnel del olvido. Que, por qué no, algunas sonrisas incomprensibles tenían que ver con el chispazo luminoso de un recuerdo en el que de pronto él se veía envidiablemente joven y eternamente feliz. Tal vez en ese momento volvía en su bicicleta verde un mediodía de principios de verano contento por haber encontrado trabajo como camarero hasta finales de agosto en una caseta de la playa. O era sábado y tras pasar el control de avituallamiento en el bar del Tinaja, después de una semana dura de faenas, le daba a mi madre aquel sobre amarillo, con la paga de la semana, que olía a sudor, a dignidad y a decencia.

     Quizás, quién sabe, detrás de aquella sonrisa que le iluminaba la cara, ordenaba papeles y nos enseñaba orgulloso aquel título de electricidad que cursó en el Programa de Promoción Profesional Obrera. O disfrutaba de una tarde de toros en El Puerto, ejerciendo de acomodador en el tendido 8, “donde se sentaba el Sol”, mientras esperaba nervioso que Galloso tuviera suerte con su lote y volviera a demostrar que era el mejor torero del mundo. O, yo qué sé, que lo acababan de llamar de la bodega para comunicarle que por fin dejaba su condición de eventual y lo hacían fijo de plantilla.

     Me gustaba imaginar, en defensa propia, en defensa nuestra, que detrás de su mirada acuosa y perdida, de vez en cuando lo asaltaban retornos fugaces, rememoraciones dichosas, que él sentía y vivía en su mundo, más justo y generoso que el nuestro. Me gusta soñar, en defensa propia, en defensa nuestra, que Rafalito salió ayer por fin del oscuro túnel del olvido. Que vuelve a ser joven y eternamente feliz, mientras pedalea, de camino a casa, a lomos de su vieja bicicleta verde.