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El blog de Pepe Mendoza

EL PERIÓDICO

EL PERIÓDICO

EL PERIÓDICO

     En casa, una casa de pobres, no había libros. Había tebeos y novelas del oeste que cambiábamos en el Liberato. Y un cierro verde por el que nos asomábamos a ojear los titulares de lo que pasaba en la calle San Sebastián, pues la letra pequeña la leían en secreto los mayores. Pero libros no hubo hasta bien mediados los setenta, cuando empezó a frecuentarnos un señor vestido de negro, con un maletín también negro (parecía un ditero siniestro), que se presentaba como el agente del Círculo de Lectores, una actividad que, tal vez influenciado por Mortadelo y Filemón, me llevó a mirarle siempre con desconfianza.    

     No, no había libros en mi casa cuando yo era chico, pero sí llegaba puntual cada mañana, como las cemitas del Guarigua, el Diario de Cádiz. Me recuerdo todavía, como un perrito faldero, esperando ansioso a que mi padre acabara su repaso para hacerme con aquella sábana tintada de negro, que yo expandía en el corredor como un mapa del tesoro que me permitía espiar la realidad con mayor perspectiva con la que miraba el mundo desde el balcón cerrado que ya se me había quedado pequeño. Nunca estuve de acuerdo con el destino final de esas páginas llenas de luz: envolver pescado o esperar turno en la hemeroteca del retrete.

     Creció uno por dentro y por fuera siguiéndole la pista y el estilo a Bartolomé Llompart, a Luis Alberto Balbontín, a Agustín Merello. Con lo que leía me construí una realidad a mi medida y también una actualidad íntima y doméstica que yo iba clasificando en cada sección. Si mi clase ganaba la liga de los recreos, me veía en Deportes, con una foto alzando la copa y un titular que decía: Mendoza, el mejor. Si a mi padre lo llamaban de la bodega, ese día el editorial anunciaba que en breve Rafael sería borrado de la lista de los eventuales y lo harían fijo de plantilla. Si moría algún vecino, yo firmaba el más sentido obituario. 

    Malos tiempos para la lírica que despierta al alba, mas uno sigue recordando, con emoción agradecida, a todos aquellos maestros que me dieron de leer cuando en el hueco destinado a los libros en el mueble bar de mi casa, no había, desgraciadamente, lo que tenía que haber. Pintan bastos en el oficio, pero mi lealtad es vieja.

(Diario de Cádiz, 12 de octubre de 2012)