DIOS EN LA CÁRCEL
Mi número de teléfono se parece mucho al de una cárcel de la provincia. A menudo recibo llamadas de personas que tienen a alguien allí dentro, en las que me piden entrevistas, o me preguntan por el horario de autobuses que van a la prisión, o, simplemente, me dejan recados para aquellos a los que, a pesar de todo, siguen amando.
Son voces nerviosas, sepultadas por la desdicha, que se expresan con dificultad. Voces, casi siempre, de mujeres, porque son ellas las que normalmente afrontan con mayor dignidad las tragedias de la vida. Yo les digo que se han equivocado y les doy el número correcto, pero ellas insisten sin apenas oírme, acostumbradas como están a la negativa por respuesta. En esos momentos, la verdad, me gustaría ser el psicólogo, o la asistente social, o la Junta de Tratamiento entera (ya casi me se de memoria la relación de puestos de trabajos del Centro Penitenciario), con tal de arrojar un poco de luz sobre esas voces apagadas que imploran unas briznas de compasión, aunque sólo sea administrativa.
Lo peor es cuando vuelvo a casa y me encuentro los mensajes en el contestador. La madre de Joaquín, para saber como sigue su hijo de lo suyo; la abuela de Jonathan, que sigue rezando por él todas las noches; la hija de Manuel, que solicita, por favor, una cita urgente con el Director, porque su padre está muy enfermo; la hermana de Cristian, que quiere felicitarle por su cumpleaños.
De sobre sé que hay víctimas inocentes que un día tuvieron la desgracia de encontrarse tal vez con Joaquín, tal vez con Jonathan, tal vez con Manuel, y vieron trastornadas sus vidas, quién sabe hasta qué extremos. Que no hay ángeles en ese pudridero de hombres. Mas yo, cada vez que una voz nerviosa, que se expresa con dificultad, marca mi número confundiéndolo con el de la prisión, odio de veras el delito, compadezco de corazón al delincuente, pero, sobre todo, siento una piedad enorme por aquellos que, como la abuela de Jonathan, todavía creen que, probablemente, también en las cárceles, Dios existe.
(Columna publicada en Diario de Cádiz, el 29-01-2009)
5 comentarios
Marcela -
Jose Antonio Neva -
Anónimo -
Pero sobre todo, no permitas que de juego a aquellos que su tarjeta de presentación son los insultos. Y sobre todo sigue escribiendo, que lo haces sobradamente bien.
Un beso, Pepe
Pepe Mendoza -
Tu conciencia -