VIAJE AL CENTRO DE UN COLEGIO
Les propongo un viaje al pasado. Con todos los gastos pagados, faltaría más, aula matinal, comedor y actividades extraescolares incluidas. Cojan sólo lo imprescindible, porque partimos ya mismo: una mochila pequeña, un bollycao, un zumo, un cuaderno y un lápiz, dos o tres arrugas de menos, cuatro o cinco ilusiones de más, un recuerdo agradecido para los que ya no están… ¡Ah!, y no olvide lo más importante: su hijo o hija. El de la cosecha del 98, hagan el favor de no liarse. Abróchense los cinturones y tómense la pastilla contra el mareo interior que producen los ejercicios de nostalgia. ¿Están preparados? ¿Sí? Pues allá vamos.
Ya estamos volando. El humo de las Torres Gemelas ciega nuestros ojos y nuestro entendimiento. En aquella nube a la izquierda están sentados Paco Rabal, Gila, Anthony Quinn y Jack Lemon, esperando que San Pedro les de habitación. ¿Qué hacen esas vacas ahí abajo derramando los bidones de leche? Ah, ya, son las vacas locas. Veo a Shrek y a Fiona y a un montón de Monstruos que han constituido una Sociedad Anónima, contentísimos, porque se van a asomar a las pantallas de los cines de todo el mundo. Más felices todavía parecen esos madridistas que celebran en La Cibeles un nuevo título de Liga. Ni rastro de Guardiola ni de Messi.
No se lo van a creer, pero acabamos de aterrizar. Ni hemos notado el contacto con el suelo, tal es nuestro estado de enajenación sentimental transitoria. Hemos llegado. ¿Qué a dónde? Al 17 de septiembre de 2001. Nos encontramos justo a las puertas del módulo de infantil del Colegio Público José Luis Poullet. Perdonen la ordinariez, queridas madres, padres, profesoras y profesores: están ustedes mucho más jóvenes. A los niños, en cambio, les veo bastante encogiditos, por dentro y por fuera, con el puchero y la sospecha puesta, el desconcierto arqueándoles las cejas, las cabezas bajas, como queriendo no existir. Y sus manos, sobre todos sus manos, pegadas con Loctite a las nuestras. Se temen lo peor. En pocos minutos serán príncipes y princesas destronados, y un ogro o una bruja, o los dos a la vez, van a romper definitivamente el cordón umbilical que les une a su entorno familiar, a la torre de marfil en la que han habitado hasta hoy sin que otros locos bajitos les tosieran.
La Pantera Rosa, esa que muchos nombraban cuando alguien les preguntaba días atrás que a dónde iban el lunes, no aparece por ningún rincón de esta habitación sin aire y sin salida en la que acaban de ser secuestrados con la complicidad incomprensible de unos padres a los que de pronto parece que se los hubiera tragado la tierra. ¿De qué cuento habrá salido esa bruja que habla tan alto y me seca las lágrimas y los mocos como si fuera mi madre?, se pregunta uno. ¿Quién será ese ogro con barbas que ha empezado a cantar y a tocar las palmas a grito pelado, intentado que me calle cuando-yo-no-pienso-callarme-mientras-no-me-saquen-de-aquí?, grita otra.
Los conciertos de llantos, las explosiones de histeria, poco a poco, van amainando. Entrelazando garabatos, anudando vocales, entre virus y juegos, conquistas y extravíos, pasa el tiempo y pasa la bola chirinchinchin, mientras más de 70 elefantes se balancean sobre la tela de una sola araña. Pobre araña. Conste donde tenga que constar, también, que el señor Don Gato es el único que permanece sentadito, aunque sea en su tejado, y que los patitos en el agua, al menar la colita, están mojando al bueno de Pin Pon, que, por si no lo recuerdan, es un muñeco muy guapo y de cartón, de cartón.
Lo más asombroso de los milagros es que existen: la bruja se ha convertido en seño; el ogro, en profe. Y la primera persona del plural, o sea el “nosotros”, ha logrado abrirse paso entre pupitres, sillas y egos revueltos. Somos del Infantil, del Colegio José Luis Poullet, y queremos estudiar y queremos aprender. ¿Quedó claro?
Han aprendido tanto, la verdad, que acaban de cruzar, ellos solos, la acera, y han llegado, buscando el tesoro apasionante del saber, a una isla llamada Primaria. Si cierran los ojos, pueden verlos explorar el conocimiento del medio y de la media, descubrir la lengua de las mariposas y la de Machado y la de Shakespeare, abrir el cofre infinito en el que se esconde el fascinante mundo de los números: los hay enteros (o sea, que nunca se vienen abajo), romanos (como las pizzas) y primos por parte de madre. De fondo, se oye la melodía sosegada de una flauta que, por cierto, ya no suena por casualidad.
Supongo que ya se habrán dado cuenta, después de la temeraria pirueta del comandante, que estamos haciendo el viaje de vuelta. Si se atreven a mirar por las ventanas podrán, a ritmo de bolero, adivinar el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando ya el retorno. No pasan los años, sino nosotros mismos. Miren, miren el 2006, metido en un laberinto por el que se asoma un fauno. Entramos ahora en el 2007, concretamente en la Quinta Estación: una chica mejicana dice que se muere por decirnos que el mundo se equivoca. Pues que lo diga, ¿no? Por ahí van juntos el 2008 y el 2009, corriendo que se las pelan, huyendo de la maldita crisis que han perpetrado los señoritos trabajadores contra los pobres banqueros.
Apaguen los móviles, pongan sus asientos en posición vertical y abróchense los cinturones porque estamos aterrizando. Ahí va, ¿quiénes son esas mozas y mozos que se ven a lo lejos y que parecen tan atentos como aquellas asambleas de animales de las fábulas que leían de pequeñitos? Qué barbaridad: qué guapos, qué altos, qué educados. Y cuánto se parecen, todavía, a los desconfiados mocosos que lloraban ahí, justo en la acera de enfrente, una mañana luminosa de septiembre, hoy hace exactamente ocho años, nueve meses y un día. Buenas tardes, queridísimos preadolescentes.
Vienen, creo, a despedirse de este colegio amable, de esta escuela decente de barrio. A dar las gracias por esos días azules, por ese sol de la infancia. Llevan en la mochila del corazón la honda verdad de sus primeros años, y, dentro, una carpeta repleta de recuerdos y lealtades, de sueños y esperanzas. Han aprendido algunas cosas que le van a servir de aquí a la eternidad. Que la mejor manera de luchar contra la oscuridad de la ignorancia es encender la vela del conocimiento. Que el que hace lo que puede no está obligado a más. Que nadie es más ni menos que nadie. Que estimarse a si mismo y a los demás es el único y verdadero secreto de la felicidad. Y lo han aprendido aquí, en las aulas de este dignísimo colegio público.
No deberían olvidar tampoco, por muchos años que cumplan, que, como ya hemos recordado más arriba, lo más asombroso de los milagros es que existen. Por cierto, no he saludado todavía, qué fallo, a los ogros y brujas, digo, a los maestros y maestras que llenos de valor y de optimismo, empeñaron lo mejor de sí mismos en el noble afán de demostrar a estas niñas y niños que la educación, como la verdad, nos hace libres. Gracias, de corazón, a la comprometida y valiente tripulación que ha convertido este apasionante viaje que hoy termina, en una hermosa historia de amor.
Pueden desabrocharse los cinturones.
(Despedida a los alumnos de 6º de Primaria del Colegio José Luis Poullet, el 18-06-2010)
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