EL CANGREJO ROJO
Fue a mí tío José al primero que se lo oí pronunciar un domingo de agosto en La Puntilla, principio de los setenta, con esa media voz como de espías que ponían siempre los mayores cuando hablaban de secretos familiares o de política. Dijo “el Cangrejo Rojo” y enseguida mi tío Manolo y mi padre se perdieron con él, orilla abajo, en dirección al Castillito. Yo ya había escuchado en la clandestinidad doméstica del corredor de mi casa que mi tío José era comunista (de la filiación política de mi padre y de mi tío Manolo no había podido averiguar nada todavía), por lo que imaginé que igual se habían citado, en alguna parte del litoral menos concurrida, con un alto cuadro del Partido, para cerrar los últimos detalles de una democracia que estaba al caer. El Cangrejo Rojo, continúe con mis ya por entonces brillantes deducciones, podía ser el apodo en clave revolucionaria de Santiago Carrillo o de Marcelino Camacho, o del mismísimo Rafael Alberti, que lo mismo tenía un piso franco camuflado, con vistas al mar, en La Arboleda Perdida. Cualquiera de ellos podía ser el autor intelectual de la emboscada definitiva que acabaría para siempre, esta vez sí, con el Caudillo, quizá en su próxima visita a Cádiz, tal vez en la tranquila intimidad de su habitación del Motel Caballo Blanco (siempre la misma), donde pernoctaba cuando bajaba a la provincia. Cangrejo Rojo, Caballo Blanco, no estaba mal como título para una novela con la que El Puerto pasaría a formar parte de la historia gloriosa de todas esas ciudades europeas que se rebelaron y derrotaron al fascismo gracias a algunos héroes anónimos. En el caso que nos ocupa, mi tío José, mi tío Manolo, y Rafael, mi padre, los tres en meyba y con la espalda hasta arriba de Nivea.
Pero no, el Cangrejo Rojo tenía más de Freud que de Marx. Lo descubrí unos años más tarde, a esa edad en la que tan importante como la lucha incansable por la implantación de una sociedad sin clases es la utopía fervorosa e igualitaria del deseo carnal. Aquel Club de Vacaciones, poseía, justo delante del hotel, una zona de dominio público en la que retozaban medio en cueros, soñolientas y despreocupadas, ardientes hembras francesas (las suecas de aquí) que, no teníamos ninguna duda, venían buscando lo que venían buscando. La España alegre y faldicorta, de la que hablaba Fraga como símbolo de modernidad, era una película de Walt Disney al lado de aquel cine con dos rombos que se rodaba cada verano al final de Vistahermosa, en un Puerto ya preparado para el turismo y para lo que hiciera falta, en el que, más temprano que tarde, acabaría triunfando la república dependiente y festiva del amor libre. Nos lo merecíamos, pues habíamos pasado sin traumas, y con una saludable alegría epidérmica, del refajo al traje de baño y del bikini al despelote, gracias sobre todo a nosotros, jóvenes y sobradamente acalorados, machotes coquineros en permanente estado de ebullición, atletas sexuales de la Ciudad de los Cien Palacios y un Número Indeterminado de Fantasmas.
No voy a negarlo (salvo la primera vez, que me puse las gafas de buzo, el resto de comparecencias las hice siempre a cara descubierta): yo también fui de excursión a esa playa libertina, a la edad en la que, según Quevedo, uno “vivía amancebado con su mano”. Y sí, también doblé bastante la vista a la derecha (en el camino de vuelta, a la izquierda), bizqueando mucho para no perderme detalle, sin dejar nunca de andar, porque si te parabas, algún gabacho, sólo por disimular (era vox populi que todos tenían más venas que una caja de huevas), podía ponerse gallito, acomplejados como estaban por un pasado de guerras perdidas y un presente de cuernos bien puestos.
Sí, definitivamente el Cangrejo Rojo tenía mucho más de Freud que de Marx.
(Diario de Cádiz, 21 de julio de 2013)
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