1982: EL VERANO QUE PASAMOS BAILANDO
España entera era en el verano de 1982 una pista de baile. Había ganas de fiesta, de pasarlo bien, de darle gusto al cuerpo. Del movimiento de muchos en Madrid nació, como su propio nombre indica, la Movida, con Tierno Galván ejerciendo de abuelo culto y marchoso. Fue el año del Mundial de España, en el que a Alemania le dio también por bailarnos para cumplir con la tradición de entonces: ser un equipo de ensueño hasta octavos. Las mejores jugadas de la selección no las vimos en el campo, sino en el anuncio de los trajes de El Corte Inglés, que lucían Arconada, Gordillo, Quini y compañía. La copa se fue a Italia, con Sandro Pertini celebrando con dignidad y orgullo los goles a Alemania, como si ya entonces estuviera la Merkel.
Tejero bailaba pasodobles con la bandera franquista en un castillo de Galicia, donde cumplía a cuerpo de teniente coronel su condena (es un decir) por aquella oscura noche del 23 de febrero de 1981. ETA bailaba la danza macabra y fascista de la muerte, con la música fúnebre del tiro en la nunca y el cóctel molotov, privando de la fiesta de la vida a cientos de inocentes. Vino Juan Pablo II, el primer Papa mediático, al que le gustaban más las megafiestas multitudinarias de la fe que los guateques populares de los teólogos de la liberación. Y vino Maradona, que bailaba en los estadios por las tardes con una sola pierna, su zurda prodigiosa. Y por las noches, con la nariz.
El caso es que ese año casi todos bailábamos al son de ese tiempo de cambio en el que Miguel Ríos nos aseguraba que el futuro se podía tocar. Nos pasamos el verano bailando todo el día, con o sin compañía, moviendo la cabeza, moviendo el pie, moviendo la tibia y el peroné, al ritmo que marcaban Alaska y Los Pegamoides. Fue la canción del verano en los 40 Principales, en mi cassette de Ceuta y en las fiestas de las barriadas.
Eran tiempos de cambio, sí, pero además, de cambios a lo grande. Bailábamos a lo grande. Nos ilusionábamos a lo grande. Nos enamorábamos a lo grande. Como una ola tu amor llegó a mi vida, como una ola de fuerza desmedida, cantaba La Más Grande. Los partidos de izquierda transigían con los testaferros del neofranquismo a lo grande. Hasta los intelectuales empezaron a vivir y a beber a lo grande, y se ponían hasta arriba de todo en La Bodeguilla de Felipe, que en octubre iba a cambiar tanto España que, según su compañero Alfonso (un tipo que hacía el caricato a lo grande) no la iba a conocer ni la madre que la parió. La cultura y la política se hicieron amigas del alma. Los culturetas orgánicos y los arribistas de la pseudoizquierda, queremos decir. Y muchos intelectuales se travestían de tiernos borreguitos, peludos y con un lacito rojo (infrarrojo, más bien) como el de Norik. La cultura ya no se mete en política. El PSOE ya no se mete en la cultura. Salvo para pagarla a golpe de subvención.
En El Puerto nace la Asociación Ecologista Guadalete, que iba, entre otras muchas conquistas medioambientales, a volver a convertir en río la charca pestilente en la que los peces morían de puro asco. Santiago Carrillo, un señor que bailaba con la ideología también a lo grande, pues pasó del estalinismo al eurocomunismo a la misma velocidad que nosotros pasamos del burro al isocarro, vino a dar un mitín al Parque Calderón.
No se usted, pero yo tengo 18 años, y he ido a Italia de viaje de fin de curso con los compañeros de SAFA que ese año terminamos nuestra Formación Profesional. Desde Motril hemos cogido un barco como el de Vacaciones en el Mar, que nos ha dejado en Génova, en un autobús que nos llevará a Roma, Florencia, Pisa y Siena. Cuando vuelvo, sigo surcando mares, pero ahora el de la Bahía, en el Vaporcito (¡ay, el Vaporcito!), con mi máquina de escribir Lettera 40, presentándome a todos las oposiciones de auxiliar administrativo que se convocan en la capital, confiando en que se cumpla aquel eslogan de la época que rezaba en las academias: “Escribir a máquina es una condición indispensable para tener un trabajo con futuro”. Y así fue, felizmente. Le debo mi vida, mi vida laboral, a esa máquina y, sobre todo, a las clases que recibí en SAFA. Pero eso fue más tarde. Ahora soy todo un Técnico Administrativo y Comercial que vendimia y descarga camiones de atunes y marrajos en una empresa frigorífica. Que sabe cálculo mercantil, contabilidad, taquigrafía y estenotipia. Y que aporrea las teclas de la máquina, con todos los dedos y sin mirar, a más de 300 pulsaciones por minuto. Las mismas a las que se me ponía el corazón cuando veía a la niña que me ignoraba.
Aunque es verano, empiezo a notar ya el frío interior de la vida adulta. Para combatirlo, me paso el día bailando. Con o sin compañía. Pero a lo grande.
(Diario de Cádiz, 31 de julio de 2015)
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