DON MANUEL DEL NORTE DEL MAGREB
Buenas tardes, Don Manuel Morillo, aunque el nombre políticamente correcto en este tiempo cursi de ahora sería Don Manuel del Norte del Magreb. Si mis fuentes están, como casi siempre, bien informadas, según el calendario lunar mañana cumple usted cincuenta y tantos, ni uno menos. Cuatro años y pico, ni uno más, en el almanaque que marca en rojo aquella resurrección inexplicable, la que cuelga en la vieja alcayata que hay en la cocina de su corazón. Le felicito muy sinceramente y le pido que me ponga también a los pies de su señora, esa Santa. Está usted hecho un chaval. Doy fe de que se sigue fajando con entusiasta bravura en la zona en la que se pelea por los balones importantes de la vida, como cuando jugaba de pívot, antesdeayer, en el Club Baloncesto Portuense.
Me ha dicho Doña Cecilia, la Jefa de Todo Esto, que cuente una morillada simpática que ilustre a los oyentes sobre algún aspecto de su transversal y bohemia personalidad. Ahí vamos. Recuerdo un viaje que hicimos juntos a Tánger, usted y yo, como pareja de desecho. Recuerdo que los dos nos fuimos a llorar a las puertas del Teatro Cervantes, aquel templo civil de variedades que en los años 50 del siglo pasado vio actuar, entre otros muchos artistas, a Estrellita Castro, Carmen Sevilla, Imperio Argentina, Antonio Machín o Lola Flores. Recuerdo que yo iba por delante, y que el señor que vigilaba aquella ruina todavía hermosa me dio el alto y me dijo que no podía pasar. Recuerdo también que caminaba usted unos metros rezagado, cámara en ristre, con ese porte tan suyo a medio camino entre López Vázquez y Francisco Umbral, y que, cuando el sagaz centinela reparó en su presencia, se le acercó amabilísimo para preguntarle si su inesperada visita tenía como objetivo negociar la compra del teatro.
Ese trato diferenciador que nos dieron a usted y a mí es la metáfora que ilustra la enorme distancia que hay entre un funcionario gris, o sea yo, y un ex banquero jubilado y con posibles, o sea usted. Lo suyo es puro teatro, pocos pelos en la lengua y muchas horas al amparo de aquel sol de la infancia que tan bien calentaba en aquellos días azules en el Barrio Alto. Y es aquella escena de neorrealismo coquinero, en la que, en el cine de verano de su memoria, usted, barbilampiño y asustado, parte en un autobús en dirección a Valencia, más concretamente a la Universidad de Cheste, mientras contempla a través del cristal a Pepe Morillo, su padre de usted, que no puede despedirse de su hijo porque el autobús adelantó sin avisar la hora de salida. Tal vez aquella no-despedida es también la metáfora de una relación entre ambos que cada día es más estrecha.
Dijo Picasso, el de la Sara de la Citroen no, el de las Señoritas de Aviñón, que cuando uno es joven lo es para toda la vida. Haga el favor de ser feliz, Don Manuel, que es un requisito imprescindible para que los que lo queremos disfrutemos tan bien como usted lo hace de los placeres y los días. Y cuando pueda, no se demore mucho, convíe.
Pepe Mendoza, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo.
(Columna leída en el programa "Pensión Triana", de Radio Puerto, el 17-03-2016)
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