CON EL 13, TONINO
Una tarde sin playa, ¡maldito levante!, de junio de 1970. Mi padre ve en la tele un partido del Mundial de México, Brasil contra otro. Los amarillos juegan riéndose, como si en la portería contraria proyectaran una de Cantinflas.
Yo tengo seis años. Estoy sentado en la casapuerta mirando el mundo. O sea, el paisaje y el paisanaje de la calle San Sebastián. A esa edad, los cuatro puntos cardinales del universo entero limitan con la calle de uno. Combato el calor, el aburrimiento y el coraje al afilador con un flaggolosina, mi rico helado, del congelador lo saco congelado, etc. De fresa.
A pesar de que el Sol acaba de dar de mano, la calle hierve como si fuera un puchero de Nochebuena. La luz del crepúsculo reverbera sobre los vecinos que vuelven del tajo. También sobre las vecinas de lutos limpios, menos rigurosos en esta época del año, que refrescan a cubazos limpios los adoquines. Yo también riego el suelo de mi casapuerta, pero con los cromos de la Liga 70-71. Puedo cerrar los ojos ahora mismo, casi cincuenta años después, y ver la portada del que fue mi primer álbum: Iríbar quitándole en el último momento un balón de la cabeza a Gárate que era gol seguro. Matías Prats, que sabía latín, no decía en el último momento, decía in extremis. In extremis me he quedado yo esta tarde sin playa. Maldito afilador. Maldito levante otra vez.
De repente, oigo a lo lejos la voz herida de un hombre que entona una extraña cantinela. Contraviniendo el primer mandamiento de mis padres, no salir ni con Dios sobre todas las cosas, salto a la acera para verlo mejor. Baja la calle inseguro, como las muñecas de Famosa cuando se dirigen al portal. Lleva una boina que parece un postizo, una chaqueta con alfileres que sujetan algo que no alcanzo a adivinar qué es y un bastón que le marca el paso. A él y a los demás. ¡Cuarenta iguales para hoy, los vendo o los tiro!, grita cada vez más cerca de mi casa. Aunque su aspecto me da algo de miedo, me tranquilizo al ver que las pinzas de tender que lleva prendidas en las solapas de la chaqueta sujetan cromos parecidos a los míos. Siento también un poco de lástima por su mala suerte. Es la primera vez que conozco a alguien que tiene cuarenta cromos iguales del mismo jugador. Son cromos celestes, o sea del Celta de Vigo. Igual es el de Manolo, o el de Lezcano, o el de Rodilla, que se repiten más que el ajo. Si yo fuera ese hombre denunciaría al dueño del carrillo o de la ventana donde los ha comprado. O al empleado gracioso que los mete en los sobres. Con el coraje que da abrirlos y comprobar que ya lo tienes una vez, imagínate cuarenta veces.
¡Cuarenta iguales, los vendo o los tiro!, repite sin cesar. Empiezo a cansarme de ese rosario rayado que no me deja concentrarme. De pronto, se me cruzan dos cables de leche de la cabeza y digo para mí, muy bajito: “¡Tíralos al váter!”. El hombre se pone en guardia. Igual me ha oído. Sí, me ha oído, maldita sea. Empieza a gritar como un poseso, señalando con el bastón hacia mi casa. “¡¡¡Niño mierda!!!” son las dos únicas palabras que logro entender entre una letanía de maldiciones bíblicas. Está claro que para los oídos no necesita bastones.
Me gustaría pedirle perdón, decirle que lo único que quería era que se callara un rato para poder concentrarme en mis cromos de todos los equipos de la liga, en lugar de solo en los suyos del Celta de Vigo. Separar también mis iguales (yo les llamo “repes” o “lotengo”). Y sobre todo, empezar a pegar en el álbum los del Atlético de Madrid, mi equipo de toda la vida desde hace unas semanas, gracias a la sabia insistencia de mi tío José. Según mi tío, el Atlético de Madrid es mucho mejor que el Brasil. “Al Pelé ese y a sus saltimbanquis me gustaría a mí verlos hacer florituras un domingo negro de enero mientras cae sobre Atocha o El Molinón el diluvio universal”. Eso me dijo el otro día, poniéndose tan en situación que empezó a temblar de frío en pleno mes de junio y me dieron ganas de ir al mueble bar y servirle un copazo de Fundador. “Ufarte, Luis, Gárate, Irureta y Alberto, suena mejor que la delantera de Brasil, no me digas que no, suena como un verso de Alberti”, recitaba José de vez en cuando como un conjuro, con el puño cerrado. Yo pensaba que ese gesto era su manera de celebrar, como si fueran goles, las pequeñas victorias de su vida. Años después descubrí que no era por eso. Su pasión política la vivió en la clandestinidad, en el Partido Comunista. La futbolera, pública y festiva, entre dos riberas rojiblancas: la del Manzanares y su Atleti, y la del Guadalete y su Racing Portuense.
Pero no nos desviemos: en este momento vuelvo con urgencia al nido que no debí abandonar, porque el del Celta me tiene muchísimas ganas. Solo porque le he sugerido un lugar práctico, higiénico y seguro donde depositar su excedente de cromos. Si se calmara un poco, lo invitaría incluso a que los arrojara en el de casa, una cueva paleolítica comunitaria que tiene una estalactita colgada en el techo en forma de bombilla. Allí entramos todos las mañanas con el Diario de Cádiz del día anterior ya leído y lo reutilizamos en rutinas más prosaicas.
Miedo, tengo miedo. Mucho miedo. El que andaba como una muñeca de Famosa corre ahora hacia mí como si fuera Mariano Haro. Yo abro como puedo la puerta de mi casa, y ya dentro, la cierro como un carcelero del Penal. Creo que me va a dar una alferecía, que según mi abuela Teodora es lo que le da a la gente minutos antes de palmarla. La única situación en la que recuerdo un sufrimiento parecido es aquella vez que me perdí en La Puntilla y tardaron tanto en venir a recogerme que creía que iba a terminar siendo adoptado por la señora de la megafonía de la caseta de información.
Al oír los gritos, mi padre, taurino y militante de la causa gallosista, sale corriendo a la calle y hace un quite providencial, digno de una crónica de Don Puyazo. Me salva in extremis (va por usted otra vez, Don Matías) de la embestida del morlaco de Balaídos. Mi padre lo templa, después de tres o cuatro derrotes peligrosos, y le dice con cariño eso de que Dios reparta suerte. “Y ojalá que esta noche, tú también”, agrega dándole una palmada en la espalda jugándose el tipo. Mi padre remata su histórica faena comprándole cinco iguales. Como no soy rencoroso, todavía entre sollozos, me alegro mucho de que mi familia haya contribuido a que solo le queden treinta y cinco repes. Me asomo al cierro y lo veo ya de espaldas, casi a la altura de la droguería de Emilio. Algo más calmado, pero sin dejar de rajar, se encuentra con una mujer joven que lleva un vestido de cuadros azules y blancos. Seguro que es del Sabadell. La para en seco para contarle la poca vergüenza que tiene el niño mierda ese de una casa de ahí arriba.
Desde aquella tarde aciaga (ahora ya estamos en una de junio de 2019), aquel hombre formó parte de una cofradía siniestra de personajes temibles que se me aparecían por los pasillos y por las esquinas oscuras de la infancia: El Lute, El Arropiero, Los Hermanos Malasombra, los raíces cuadradas, la defensa del Granada, el Bayern Múnich… Pero sobre todo él, el malo malísimo con el que me obsesioné pensando que, a pesar de su ceguera, más temprano que tarde terminaría encontrándome, aunque tuviera que recurrir al programa “Investigación en Marcha”. Como el Dios del catecismo, era omnipresente, significara eso lo que significara. Lo llegué a ver en el fondo de váter del retrete de mi casa, entre iguales descoloridos, como una cara de Bélmez coquinera con la boina mal puesta.
Algunos años después, coincidimos cada quince días en el lateral de tribuna de estadio “José del Cuvillo” para cumplir con el más importante rito civil del domingo. Los chavales que jugábamos en la cantera entrábamos gratis. Él también accedía por la misma puerta, con un pase especial. Disfrutaba en el fútbol, y sobre todo con el Racing, como disfrutaban aquellos samberos del Brasil del 70. No era el mismo hombre que transitaba por las calles del barrio alto a bastonazo limpio, como si El Puerto fuera Vietnam. En cualquier caso, yo procuraba observarlo siempre desde lejos. Y, sobre todo, no hablaba nunca cerca de él en voz alta, pues estaba convencido de que dijera lo que dijera y hubiera pasado el tiempo que hubiera pasado, tenía grabada mi voz en su memoria como una psicofonía, susurrando “¡tíralos al váter!”.
Durante dos horas, casi a pie de césped, aquel hombre era feliz ejerciendo de líder de opinión futbolera. Con el transistor taladrado a la oreja nos iba informando de todos los goles del Carrusel (pi-pi-pi-pi-pi, ¡¡¡golazo de Enrique Montero al Burgos en el Pizjuán!!!). Le llamábamos el enviado especial de José María García al “José del Cuvillo”, y se partía de risa. Celebraba los goles del Racing por anticipado, porque tenía la habilidad de verlos segundos antes de que el balón cruzara la línea de meta. Era como la moviola, pero al revés. A los jugadores visitantes que más patadas daban les recordaba siempre quiénes eran, de qué malditas tierras venían y a dónde los llevaría como siguieran repartiendo estopa. Cuando acababa el partido y el trío arbitral enfilaba el túnel de vestuarios, él los enfilaba también por las escaleras y les gritaba siempre lo mismo: “¡Sois como Don Cicuta y los dos Cicutillas, pero mucho más siesos!”. Y se volvía hacia la grada buscando el beneplácito de la afición.
Antonio Rodríguez Bruqué, Tonino de toda la vida de Dios y de Menesteo, era natural de Utrera. De joven, mientras cuidaba vacas, encontró en el campo una granada y la cogió sin pensárselo dos veces: le explotó en la cara dejándolo prácticamente ciego y con un brazo mutilado.
Se ganaba la vida vendiendo cupones de la ONCE. Iguales, se llamaban en sus inicios aquellos sellos de color celeste con el número de tres cifras impreso en rojo. Lo vendía los más pobres de entre los pobres, los inútiles, según la despiadada terminología de la época. Tonino era la ilusión pero también la bronca de todos los días. Cuentan quienes lo trataron que en las distancias cortas era un buen tipo. Que su carácter avinagrado y su humor de ogro se desactivaba cuando recibía cariño. Como debería haber desactivado la moviola del destino aquella maldita granada que le jodió el porvenir.
Tonino pregonó durante muchos años por las calles de El Puerto la buena suerte que a él le dio la espalda en la caprichosa lotería de la vida. Falleció el 22 de agosto de 1993. En una foto colgada en la web Gente del Puerto aparece con el número 13 estampado en las solapas de su chaqueta.
(Relato publicado en el libro "Del balón enamorado")
0 comentarios