¡MARÍA, BAJA, QUE ESTÁ AQUÍ EL DE GÜENDOLINE!
La mañana del viernes once de agosto de 1989, la vida no sigue igual en el Barrio Alto. A la altura de Ultramarinos La Giralda, un vecino le asegura a otro que acaba de ver a Julio Iglesias mirando unos náuticos en el escaparate de La Bota de Oro. El otro, que sabe que el madrileño canta esa noche en la Plaza de Toros, no se sorprende. Qué tiene de extraordinario que un señor que se olvidó de vivir de tanto correr por la vida sin freno, atienda cuestiones menos trascendentes, más prosaicas. Comprarse a última hora unos zapatos para el concierto, por ejemplo.
Las redes sociales de la época, más primarias pero también más humanas que las de ahora, echan humo. La noticia corre de puerta en puerta, de balcón en balcón, de patio de vecinos en patio de vecinos. Los nativos del centro se echan a la calle a buscarlo, hasta dar con él. “¿Ese es el que era el marido de la china, verdad, muchacha?, que no me sale su nombre ahora”. “¡Manuela, baja, que está aquí el de güendoline!” “¡Qué negro está, joé! Si parece Basilio, el que le cantaba a dos cisnes a la vez, uno que tenía el cuello blanco y otro que tenía el cuello negro, pobrecito”.
Julio luce unas gafas negras de sol, camisa blanca, chaqueta azul, vaqueros gastados y unos castellanos que brillan como el día de la Ascensión. Antes de salir, se ha vaciado en el pelo un camión de los de Nimo de Patrico. Pasea por el centro como el dandi que es: sonríe, posa para las fotos, saluda a los paisanos que se han echado a la calle para pedirle mil duros, dos entradas, las gafas, la chaqueta, un autógrafo… Pero no dice ni mu. “No habla para no gastar la voz de gorrión que tiene antes del concierto, no como el Pelajigo, que tiene un gallo en la garganta”, suelta una fan del contralto de Los Majaras. Una señora con alma de vigía reclama su protagonismo en el avistamiento: “Yo lo vi primera que nadie en el Bar Vicente, zambullendo una legión de churros de la Charo en un café triple en el que no hacían pie. Cuando terminó, se rascó la barriga como en las actuaciones, pero esta vez en vez de jey soltó un eructo que parecía la bocina del Vapor”.
De repente, a Manuela, que lo sabe todo sobre su ídolo y está convencida de que la canción que lleva su nombre la escribió para ella, le da en la nariz que ese tío no es Julio. Lo ha descubierto cuando un admirador le ha pedido una foto y él se ha perfilado enseñando su lado malo, el izquierdo, lo que para Manuela es una prueba irrefutable de que tiene delante a un impostor. Una aficionada a la sociología dental alega que supo que no era Julio cuando al reírse vio que le faltaban un par de piños en la boca “y los ricos no tienen ese mierda de dentadura”.
Julio Iglesias no es exactamente Julio Iglesias, sino un vecino de El Puerto que se le parece bastante y ejerce desde hace tiempo de doble del cantante. Cuando se descubre el pastel, algunas mujeres se enfadan y le cantan las cuarenta, cada una a su manera, como Frank Sinatra. El estribillo, eso sí, es coral: “Más quisiera tú, pisha”. Un cuarentón, con una barriga patrocinada por Cruzcampo, sentencia: “Por eso no soltaba prenda, para que no lo pilláramos hablando con acento de la calle Ganao”.
El verdadero Julio Iglesias está a diez minutos del de mentira, alojado en un hotel del centro de la ciudad. A esas horas, puede que continúe todavía en horizontal, pero ya dormido y solo, después de una noche loca practicando su afición favorita. Es probable que se levante a la hora del almuerzo sin poderse ni mover, como la baldaita de la sevillana. Es posible también que el truhán y el señor que ama la vida y ama el amor pregunte dónde puñetas está. Alguien de su entorno le contestará que en El Puerto de Santa María, la ciudad de los cien palacios y una gran densidad de famosos por metro cuadrado, indicador que iba a multiplicarse exponencialmente durante la década de los 90. Ese verano también nos visitaron Isabel Pantoja, Rocío Jurado, Rocío Dúrcal, Carlos Solchaga, Ruiz Mateos, Raphael, Matías Prats (padre), José Luis Perales, Fernando Falcó y Fernández de Córdoba...
Al día siguiente, las crónicas contaron que el concierto, al que acudieron más de 20.000 personas, defraudó a sus incondicionales, que pagaron la entrada más barata a 3.500 pesetas y la más cara a 12.000. Aunque la actuación duró más de dos horas, Julito jamás se sintió a gusto en el escenario. El mentón derecho, eso sí, lució espectacular. Y la barriga se la rascó feliz y satisfecho, como si verdaderamente hubiera sido él y no su doble el que se hubiera zampado el papelón de churros de la Charo. Pero se le notó cansado, muy cansado, a saber cuántos hijos hizo antes de tirar para la plaza. Una fan declaró a la salida: “Es muy grande y se lo perdono todo, pero últimamente suena mejor en sus discos”.
Tras la actuación, el artista que más vinilos había vendido hasta la fecha desde la invención del tocadiscos, invitó a su doble al camerino para conocerlo. Ese día, como buscan las olas la orilla del mar, los vecinos y las vecinas del Barrio Alto buscaron y anunciaron a grito pelao (la primera versión apócrifa de WhatsApp) que Julio Iglesias estaba en El Puerto. Aunque ellos solo alcanzaron a ver su Cara B.
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