LA AURORA
Como la lluvia, la Navidad es una fiesta que siempre sucede en el pasado. Y en blanco y negro, para los que ya frisamos una edad. De aquellas pobres pero felices pascuas infantiles recuerdo mi primer viaje iniciático fuera del hogar. Yo debía tener seis o siete años. Anochecía en la calle San Sebastián. Aproveché que los mayores andaban en sus afanes y abrí con sigilo el portón de mi casa, la número 17. Con más cuidado aún lo cerré. Un niño en la calle. Fuera del nido. Solo. Recorrí, con temor y temblor, una distancia de apenas veinte metros. Crucé la acera y entré en el belén de la iglesia de la Aurora. No había nadie en la puerta. Nadie había tampoco contemplando aquel sagrado paisaje con figuras que eran más grandes que yo. Allí dentro, a resguardo de los rigores de la intemperie, con la luz reverberando entre amaneceres y noches cerradas, el susurro del agua de la fuente agrandaba la soledad y el silencio. Vuelvo a recrear aquel deslumbramiento y siento la punzada culpable y a la vez gozosa del recuerdo.
Las navidades de todas las etapas de mi vida constituyen mi patria emocional. Pero son las primeras las que me enseñaron para siempre que sólo desde la nobleza de unos ojos limpios se puede atisbar el infinito misterio de la existencia. Hay una alegría contagiosa en esas miradas infantiles recién inauguradas, que revitalizan, cada diciembre, la aburrida Navidad de los mayores en la que los ritos languidecen ante la costumbre. Miradas vírgenes que nos conducen gentilmente a aquel belén familiar de la infancia en torno al cual, en los patios de vecinos, al abrigo de una botella de anís y un barreño de pestiños, se cantaban villancicos celebrando la vida, ese sueño diminuto, bello y efímero. La vieja fiesta de la fraternidad en la que tantas buenas personas, con nombres, apellidos y motes, luchaban juntos por su supervivencia, haciendo de la calle o el barrio un lugar digno y habitable, el mejor de los lugares posibles.
Mas la infancia siempre acaba mal. Convirtiéndonos en adultos, una de las cosas peores que podemos ser, sobre todo después de haber sido niños. Y transfiguramos esos días sagrados en una feria de vanidades y mentiras en la que ya no pinta nada aquella familia de desgraciados que tuvo que cobijarse en un establo porque no había sitio para ellos en la posada. El niño crece y, paradójicamente, se va haciendo cada año más pequeño. Y verá los pastores cada vez más lejos. Y el devenir de la existencia le irá enseñando que los cielos no son siempre azules y despejados, ni las estrellas brillan todas las madrugadas.
Aún así, habrá que seguir creyendo y confiando en esas revelaciones infantiles que nos dejan en el rostro ese gesto que teníamos cuando leíamos tebeos. Conviene pues mirar, de vez en cuando, el misterio de Belén. Para sentirnos humanos, o sea, desvalidos y pobres. Juntos. Sobre todo juntos. Como aquellos dos niños clandestinos que cruzaron por primera vez sus miradas en el belén de la Aurora de la calle San Sebastián.
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