NUESTRO COLOSO EN LLAMAS
Entre las tres y las cuatro de la mañana del 23 de febrero, en la calle Luna esquina con San Bartolomé, un incendio de grandes proporciones levanta asustados a los vecinos. La ancha columna de humo negro se cuela por las ventanas de las casas adyacentes. Huele a madera quemada y se oye un estruendoso y continuo crepitar de tejas. Los bomberos y la policía municipal ya han sido avisados. Cuando llegan, contemplan la magnitud de la catástrofe. Las vigas de madera del techo del edificio prenden como fuegos artificiales, desplomándose sobre el suelo. Algunos residentes no pueden contener las lágrimas. Nuestro Teatro Principal, inaugurado en 1845, ya es polvo de estrellas, ceniza de sueños.
En la memoria del niño que fuimos, ese hecho luctuoso y criminal nunca sucedió. A las cuatro de la tarde de un domingo cualquiera, pasen los años que pasen, todos seguimos accediendo desde la calle al vestíbulo principal, en cuyas paredes se anuncian con carteleras y fotogramas la película de esa semana. A la derecha están las taquillas. En cuanto el acomodador nos rebaña las entradas, subimos las escaleras excitados, abriéndonos paso a empujones. Al frente hay otras dos escaleras de mármol. La más ancha, de escasa altura, nos conduce a un pasillo enlosado que nos lleva a las plateas, con seis sillas cada una. En el patio de butacas, ubicado entre el arco y el escenario, decenas de asientos descansan sobre una solería de pino. Detrás, lujosamente tallados, están los palcos. La segunda escalera, que parte del salón-recepción, da a la zona más modesta: la tertulia, con gradas que lucen frente al escenario; y el paraíso, llamado popularmente gallinero, desde donde los más gamberros arrojan lo primero que pillan sobre las cabezas de abajo que coronan las butacas.
El timbre nos anuncia que la sala va a ser tomada por una oscuridad de plomos fundidos. Suena la música metálica del NODO: ¡Noticiarios documentales cinematográficos, presenta...! Ruge el león de la Metro saludando a la muchachada, y rugimos los cientos de cachorros que esperamos ansiosos que de la pared grande de enfrente salga una aventura apasionante en la que ganen los buenos por goleada. Una historia de héroes que venguen las penurias de la semana. Dos horas más tarde, agotados y felices, salimos del cine con un relato que contaremos en casa y en la escuela. El domingo muere despacio, pero los buenos nos esperan para el siguiente. No hay quien pueda con ellos.
En la memoria del niño que con nosotros va, nuestro coloso en llamas puede incluso que saliera ardiendo. Pero el arquitecto de un gran edificio, interpretado por Paul Newman, y el jefe de bomberos, al que da vida Steve McQeen, trabajan a destajo para evitar la catástrofe. Ambos colocan explosivos en los gigantescos reservorios de agua ubicados en la azotea del inmueble. La fuerza de los chorros consigue apagar el fuego. Los protagonistas de El coloso en llamas, que a mediados de los 70 nos contaron allí mismo una historia parecida, y que conocen tan bien como nosotros el teatro, logran salvarlo entre el aplauso de una chavalería enardecida. No hay quien pueda con la fe de un niño.
El adulto que hoy somos, sin embargo, aún se sigue preguntando qué pasó realmente aquella madrugada. Si el suceso fue intencionado, quiénes fueron los responsables del incendio y si actuaron con fines especulativos. Nadie rindió cuentas, nadie fue condenado. En las películas de mayores, ya se sabe, los malos sí están acostumbrados a ganar. Durante las semanas posteriores a aquel desastre emocional, hubo quienes aseguraron que los fantasmas del Teatro se pasearon como almas en pena por la calle Luna. Que deambulaban, sin descansar en paz, rumor de memorias, ruido de escenas, por las esquinas del tiempo, por esos lugares comunitarios en los que forjamos sueños y esperanzas. Los más sobrados de imaginación cuentan que vieron haciendo cola en el carrillo de Severo a un niño con un gorro picudo, al que dio vida un señor mayor en un taller de carpintería. Reconocieron también a una bella heroína romántica, que ya nunca más volvió a pasar hambre, comprando en Ultramarinos La Giralda. Y a un señor, con un bigotillo famélico y acento mejicano, ¡a sus órdenes, jefe!, probándose unos zapatos negros en La Bota de Oro.
Yo fui agraciado unas semanas después del incendio con un viaje a Palma de Mallorca con todos los gastos pagados, un todo incluido en el Centro de Instrucción de Reclutas General Asensio. Aunque lo intenté de varias formas, no me dejaron renunciar al premio. Volví de permiso muchos meses después, la mañana del 8 de septiembre, último día de verano según el almanaque porteño. Al bajarme del tren, mientras volvía a pisar la ciudad con la que había soñado todas y cada una de las noches en las que estuve ausente, mi pueblo me pareció más hermoso que nunca. En el camino de vuelta a casa, en lugar de seguir la ruta más corta, elegí el camino del corazón. Subí por la calle Luna y, al llegar a la esquina con San Bartolomé, me busqué buscando a Pepito, que me miró sonriendo desde la cola en la que esperaba impaciente a que abrieran las puertas del Teatro de sus sueños. No hay quien pueda con los buenos, lo sabemos desde que entramos por primera vez, un domingo remoto a las cuatro de la tarde, en la sesión infantil de aquel templo laico.
Fue ya de mayores cuando aprendimos que es sobre todo en la derrota donde los buenos son invencibles.