LA VUELTA AL POLEN
En estas fechas, sólo una cosa me irrita más que la llegada de las motos: la irrupción, también violenta y estruendosa, de la primavera. Cada año, con puntualidad y alevosía, esa estación indeseable, tan celebrada por enamorados, cofrades y feriantes, comparece arrogante para destrozarle la vida a millones de alérgicos. Porque la primavera ha venido y yo sí se como ha sido: clonando mi nariz en un pimiento morrón, taladrando mi garganta, convirtiendo mis ojos en un caudal de lágrimas que no cesan.
Alérgico al olivo (el Miércoles Santo nunca salgo de casa) y a los ácaros del polvo doméstico, también el ciprés ha pasado este año a engrosar la lista de mis enemigos ambientales. Según Gironella, los cipreses creen en Dios, pero si de verdad tienen fe y quieren salvarse, deberían dejar en paz a esta pobre víctima de la violencia estacional.
Justo cuando escribo esta columna me encuentro en ese estado o fase en el que, según la Enciclopedia de la Salud que un día me regalaron comprando la antología de Emilio El Moro, "el individuo posee alterada su capacidad de reacción, mostrando una susceptibilidad exagerada ante una o varias sustancias". Esas dichosas sustancias son pequeños arácnidos que se localizan en alfombras, cortinas y colchones, y que me tienen sin vivir en mi de marzo a junio, más desesperanzado que un usuario del catamarán. Les juro que cuando ese tsunami de polen ciega mis ojos y mi paciencia, me vuelvo un verdadero energúmeno, un genocida sin escrúpulos que sólo desea exterminar a esos bichejos asquerosos, me da igual lo que digan los de Ecologistas en Acción.
¡Qué bonita es la primavera cuando llega! ¡La primavera nace y en su cuerpo de luz la lluvia pace! ¡La primavera besa suavemente la arboleda y acaricia el almendro florido! Yo es que veo a un poeta en estas fechas y me dan ganas de coger la escopeta y liarme a tiros, cagoenlaleche, que tíos más insensatos y más cursis. ¿Y de Vivaldi, qué me dicen del empalagoso Vivaldi?
Comprenderán que esté deseando que llegue el bendito verano, con sus canciones horteras, sus cuerpos gloriosos, sus noches eternas y con los puñeteros arácnidos abrasados de calor, deshidratándose en manojos, debajo de mi colchón. Y yo, por fin, desintoxicado del Rinocort, el Ebastel y la mala leche, pegado a una nariz que ya me pertenece, sin tos y sin pañuelos, más feliz que un concejal de urbanismo ante una recalificación.
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