DOLORES
Me acuerdo como si fuera ayer: hacía justo un mes que una tuberculosis se había llevado por delante a mi Manolo, cuando todavía no habíamos cumplido cinco años de casados. ¡Con veinticuatro primaveras y ya viuda y con tres hijos en el mundo! Llorando estaba, escondida para que los niños no me vieran, cuando entró la Dolores, aquella buena vecina que tenía al marido en Terry. Milagros, me dijo, ya sabes que Dios aprieta pero no ahoga. Vengo a darte trabajo, que me ha dicho mi Pepe que en la bodega andan buscando personal para hacer mallas para las botellas. Y yo enseguida me he acordado de ti. No es gran cosa, pero con esto y el jornal por servir en casa del Marqués, podrás ir tirando hasta que salga algo mejor.
Sólo te hacen falta dos sillas. Una, baja y con perilla, para enganchar la malla. Las pagan a tres pesetas la docena. Mañana mismo, si quieres, te traigo los avíos: ovillos, una aguja, malleros, un medidor y un billete de tren. ¿Pero cómo voy yo a irme fuera a trabajar, con tres criaturatitas chicas?, le dije asustada. ¿Afuera a trabajar, pero qué estás diciendo, hija mia? ¡El billete de tren es para calcular el ancho de los rombos de la malla, mujer!, me respondió la Dolores mientras me abrazaba.
Así fue como empecé, en aquella casa de la Calle San Juan, a vestir botellas de Terry. Parece usted una Penélope bodeguera, me decía a veces el Marqués, el marido de Doña Concha, mi señora. Yo me reía sin entenderle, y nunca me atreví a preguntarle a ese hombre de estudios quién era Penélope.
Estuve más de quince años, echando las tardes y la angustia fuera, adornando la desnudez de las botellas de Centenario y de 1900. Las hacíamos juntas, la Dolores, la Pepa y yo. Empezábamos a la que vez que Ama Rosa, aquella novela tan bonita que nos juntaba a todas en torno a la radio. Quedábamos un día en cada casa. En verano, al socaire del buen tiempo, trabajábamos en el patio o en la azotea y adornábamos la faena cantando coplas de la época..
El miércoles pasado llegó mi nieto, Pablito, diciendo no sé qué de la mujer trabajadora. Entonces me acordé, qué tonta, de aquel 8 de marzo de 1952. Y aquí, acurrucada en mi sillita baja, he visto en el espejo del tiempo a aquella muchacha triste que, como la Zarzamora, lloraba a todas horas por los rincones su viudez desamparada. A aquella Penélope bodeguera que tejía mallas de seda junto a la Dolores y a la Pepa, en una pobre casa de vecinos de la calle San Juan.
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