PIE DE FOTO
Esta es mi calle, la calle San Sebastián, el paraíso perdido con suelo de chinos peluos, pucheros en la candela y repique de campanas en el que un reloj de sol pintado en la pared, justo encima del bar al que da nombre, gobierna todavía las horas eternas de mi infancia. Esta es mi casa, la del número 17: las macetas que perfuman el patio en primavera las plantaron mi vecina Encarnación, siempre de luto limpio y riguroso, y mi madre.
Este soy yo, el rubio es mi hermano Paco, y éstos los mellizos Ángel y Rafael, los cuatro vestidos pobremente de domingo, en la puerta de la casa de mis abuelos maternos, Francisco y Teodora. A pesar de que mi abuelo era sereno, tuvieron veinte hijos. Harto de abrir puertas por la noche, por la mañana hacía el trabajo inverso pero sólo con la de su dormitorio, parece que casi siempre con mi abuela dentro. Abril de 1973 dice en el reverso el sello de Estudios Garpre. Siempre es abril en las fotos de la infancia.
Este es mi colegio, en el que cursé la primera etapa de la E.G.B. Despistado en mi pupitre, espero con impaciencia que suena la sirena para salir corriendo detrás del Cola-Cao y de Los Chiripitifláuticos, antes que a Don Justo le dé por interrumpir su exposición y diga esas tres fatídicas palabras que todavía hoy me hacen temblar: “Mendoza, continúe usted”.
La mujer que reparte la merienda es mi madre. Y el hombre que llega ya anocheciendo, cansado de trabajar (cuando hay trabajo), pedaleando una vieja bicicleta verde, tras haber pasado por el control de avituallamiento del bar del Tinaja, es Rafalito, mi padre.
Este es mi padre ahora, lo que queda de él más bien, postrado en su silla de ruedas, el pelo tan blanco como su memoria, la mirada acuosa, indefenso, como queriendo no existir. Da pena verlo, con lo que ha sido. No se explica mi madre cómo ha podido haberla olvidado, a pesar de que tenga lo que tiene. Me gusta pensar que su mirada, que hoy se posa también sobre estas fotos sin que pueda reconocerse y reconocernos, tal vez ande perdida en algún abril remoto de un mundo contiguo al nuestro, donde perviven aquellos que ya no están y sin embargo no se han ido del todo. Y que él, Rafalito, es feliz allí, mientras se acerca al final a lomos de su vieja bicicleta verde.
(Diario de Cádiz, 18 de enero de 2013)
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José Grado -