RESURRECCIONES
Hace algunas semanas, Rosa Montero escribía en El País sobre todas esas ocasiones en las que pudo haber muerto. De las que fue consciente y de las que no. ¿Cuántas veces nos habremos salvado por un pelo sin saberlo?, se preguntaba mi amiga en su estupendo artículo. ¿Cuántas resurrecciones inexplicables acumulamos en la mochila?, me pregunto yo.
Según cuenta mi madre, yo nací justito de entusiasmo y de oxígeno. Nadie, por otra parte, me dijo que mi primera comparecencia aquí había que hacerla berreando y vacilando de pulmones. Para resucitarme, la matrona me dio tal paliza que casi me mata. Algunos años más tarde me suicidé con éxito -con el éxito de todos los suicidios frustrados- en la piscina municipal, sin que nadie me advirtiera tampoco de que Arquímedes, uno de los putos amos de mi libro de Naturales, era un impostor. No era verdad que todos los cuerpos sumergidos en un fluido reciben un empuje hacia arriba igual al peso del volumen del fluido que desalojan. Al menos, no los cuerpos de los niños que no saben nadar. Pero tuve suerte: alguien volvió a confundirme con Lázaro.
Ya de mayor, una mañana de perros Isabel y yo vimos a La Parca escondida entre la niebla, mientras subíamos a los Lagos de Covadonga en un Renault 5 hecho polvo por unos desfiladeros que lindaban directamente con el Más Allá. Pudimos darle esquinazo. O, quién sabe, otro alguien, décimas de segundo más tarde, decidió devolvernos de nuevo a este lado de la vida. Todo eso sin contar, como dice Rosa, las veces en que pudimos estirar la pata sin enterarnos. El día en que la cornisa esperó a que pasáramos antes de desplomarse, la tarde en que cancelamos a última hora el último viaje, o la madrugada en la que el corazón decidió tirar para adelante tras un instante de duda.
Y así, salvación tras salvación, una resurrección tras otra, hoy hace cincuenta años que aparecí por las tablas de esta tragicomedia en dos actos. Como los protagonistas de El amor en los tiempos de cólera, uno está encantado de poder seguir, aunque sea por un pelo, “en este ir y venir del carajo”. Y cree uno también, con el mismo fervor del narrador de la novela, que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
(Diario de Cádiz, 14 de marzo de 2014)
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