ARIZA, EL INTERIOR ALEGRE
En el otoño de 1973, mi familia se mudó a Crevillet. Crevillet era entonces un paraíso casi virgen, con unas cuantas barriadas enclavadas entre arboledas perdidas bañadas por las olas cálidas y domésticas de La Puntilla. De la plaza de toros para adelante, todo era Crevillet. Nosotros recalamos en la barriada Francisco Dueñas, que pronto fue rebautizada por los oriundos del lugar como los pisos del Sindicato y por la policía como el Distrito 21.
Yo tenía nueve años y el Brasil del 70 me cautivó de tal manera que tuve clarísimo a una edad tan precoz lo que quería ser de mayor: feliz y futbolista, por ese orden. No un tuercebotas cualquiera, sino un pelotero de categoría. Pelé mismo. Y si no podía ser, porque pedirse Pelé era mucho pedir, por lo menos Tostao, que además del nombre también tenia la cara como el pan del desayuno. O Rivelino, que metía golazos de falta justo por el hueco que había dejado tras agacharse un compañero incrustado en la barrera contraria.
Así que entendí aquella mudanza como un regalo del destino que me llevaría irremisiblemente a convertirme en un futuro no muy lejano en un fijo de la selección de Kubala. En la calle San Sebastián, nuestro domicilio anterior, era imposible romper en futbolista con una pelota gigante de Nivea en una diminuta casapuerta de tres por tres. Pero en Crevillet, donde había un campo de fútbol en cada esquina y partidos a todas horas, mi ascensión al olimpo de los dioses del balón estaba cantada. Lo que allí disputábamos no eran exactamente partidos, sino desafíos, palabra que tenía un componente épico añadido del que carecían los enfrentamientos en el recreo del colegio. Que los de Fermesa me han pedido un desafío. Que los de la barriada La Playa dicen que estamos cagaos y que por eso no queremos desafíos contra ellos. Que los de Los Marineros quieren repetir el desafío del sábado porque el gol que nos dio la victoria fue alta. Y que les devolvamos las Caseras, que si no nos vamos a enterar.
Justo enfrente de mi calle, en la barriada San Francisco Javier, vivía un chaval algo mayor que yo, del que me hice pronto amigo, que manejaba las dos piernas con exquisita solvencia y remataba de cabeza como si fuera Santillana. Además, mientras todos los del equipo salíamos a jugar con los dientes apretados y con la cara de los indios en las películas del Oeste, él saltaba al campo siempre riéndose, como el que va a contar chistes en un bautizo en lugar de a jugarse la vida contra los enemigos acérrimos de la barriada de enfrente.
Era tan bueno, que pronto vinieron a por él y empezó a jugar en un equipo federado, que era como alcanzar la internacionalidad en el barrio. Fue el interior derecho, el interior alegre, del Zeppelín y de La Salle, un 8 con llegada y disparo, cuando los números en el dorsal todavía decían algo. Jugar en un campo de verdad, con dos porterías de verdad en vez de dos piedras, y con la cal delimitando el campo en lugar de tener que marcar las líneas arrastrando las Tórtolas por la arena, no estaba entonces al alcance de cualquiera. Yo ya me lo imaginaba saliendo de un sobre de estampas vestido de blanco, pues era madridista confeso, y pegándolo con engrudo en el álbum de la Liga. Amancio, Ariza, Santillana, Velázquez y Roberto Martínez.
José Luis Ariza Villar, nuestro amigo Ariza, jugó siempre como jugaba con nosotros en el barrio: defendiendo la alegría, disfrutando cada minuto dentro y fuera del campo. Se juega como se vive. Pasaron los años y cada vez que nos veíamos uno siempre salía mejorado del encuentro. Si cierro los ojos, puedo verlo en un cromo de la época, mediados de los 70, en un álbum en el que ya hay demasiadas ausencias, posando, atlético y feliz, con la camiseta a cuadros verdiblancos del Zeppelín, en el centro del campo del colegio La Salle. Y riendo, siempre riendo.
1 comentario
Alfonso -
Un abrazo