BRICOMALAJES
Hay encargos domésticos que te arruinan el día. Yo oigo la frase “acércate un momentito a la ferretería” y se me cae el alma a los pies. Momentito y ferretería es un oxímoron, como lo de hielo abrasador y fuego helado pero sin pizca de lírica. Por muy simple que sea lo que tienes que comprar, a la ferretería siempre hay que ir por lo menos dos veces. Cuatro viajes como poco, dos de ida y dos de vuelta. Un montón de momentitos. Si, además, uno no tuvo demasiada suerte con la herencia genética que le dejó nuestro ascendiente más mañoso (el Homo Habilis, en el árbol genealógico de la familia), comprenderán que un servidor sufra una considerable bajada de tensión en la autoestima cada vez que oye el recado maldito.
Esa tara en el ADN la huele el ferretero en cuanto te ve entrar. Das las buenas tardes y por la forma en que te acercas al mostrador ya sabe perfectamente que tienes la misma soltura en las manos que un click de Famobil. Pides un simple tornillo de mierda, para terminar de montar un simple zapatero de mierda de esa república independiente pero iletrada en la que los que meten las cosas en las cajas no saben ni contar, y te acribillan a preguntas malintencionadas. Como si en lugar de en una ferretería estuvieras en El Objetivo de Ana Pastor. En el convenio colectivo de esa gente debe de haber un plus por humillar a los que aprobamos por lástima la Pretecnología de la EGB.
Hace ya muchos años mi padre me mandó a comprar un martillo. El dependiente, que tenía la misma sensibilidad que el Hombre de Hojalata después de encontrarse con la bruja, empezó a dispararme signos de interrogación en cuanto terminé de decir “quería un martillo”. “¿Un martillo? ¿Qué tipo de martillo? Porque martillos hay de muchas clases… ¿De bola?, ¿de cabeza metálica?, ¿de maceta?, ¿de mocheta?, ¿de orejas?, ¿de tramoyista?”. Yo, con la autoconfianza chorreando sangre, balbuceé como pude que un martillo de los de toda la vida, de esos que le dan collejas a una puntilla hasta que la pobre se queda quieta con la cabeza fuera y el cuerpo consagrado a la vida interior a salvo de los peligros del mundo. El tipo no le gustó nada mi microrrelato y empezó a mirarme con cara de mala leche. A mí y a algunas de las herramientas que tenía de exposición. Salí corriendo y no paré hasta llegar a casa. Creo que le dije a mi padre que la ferretería estaba cerrada por defunción. Casi. Por poco.
No se si lo han notado, pero me dan muy mal rollo las ferreterías. Y la mayoría de los ferreteros, esos bricomalajes con la empatía oxidada. ¿Qué se puede esperar de un gremio que le vendió a Pilatos los clavos de Cristo?
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Oliva -