EL POLO DE LOS POBRES
Se llamaba flaggolosina, mi rico helado, del congelador lo saco congelado, etc. Aunque los únicos que le llamaban así eran los niños de anuncio. En mi barrio, ese polo de pobres tenía más nombres que sabores: flá, flan, poloflá, poloflán... Jamás escuché a nadie pedirle a Manolo, el hombre del kiosco, que era solo un poco menos bruto que nosotros, un flaggolosina. En el Distrito 21 no veraneaba nadie de Madrid ni de ningún sitio. Como mucho, algún trabajador de la pista de coches de choque que venía a la caída de la tarde a comprar otras cosas. Si algún niño le hubiera dicho un flaggolosina-por-favor, igual Manolo habría pensado que aquel finolis era descendiente de algún exiliado de guerra que había vuelto de Rusia ese verano. Porque de la guerra en general y de las suyas en particular sí sabía un montón.
El caso es que no había más: o el poloflá, o, como mucho, el Camy naranja o limón. A mediados de los 70 vivíamos aún en la Edad del Hielo. Vinieron luego, años más tarde, el Drácula, el Minimilk, el Mikolápiz o el Súper Choc, al que una niña de mi calle, finísima ella, le añadía al final otra h y otra o. Como para pedirle que pronunciara correctamente flaggolosina.
Pero esos fueron polos saboreados ya en la casapuerta de la democracia. Al bueno de Manolo había que señalárselos porque se perdía en aquel cartel de Frigo en el que los helados flotaban en una playa con árboles detrás tan parecida a La Puntilla.
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