1995: EL VERANO QUE RESUCITARON EL GUADALETE Y LOS PECOS
La noticia local más importante de aquel verano fue la resurrección del río que nos lleva. En las postrimerías del siglo pasado, la nueva batalla del Guadalete se dirimía en torno a su salubridad. Una comisión creada para recuperarlo trabajó a destajo hasta conseguir que el viejo Leteo dejara de ser un albañal pestilente y luciera su azul más limpio y cristalino en décadas. El primer domingo de julio hubo una fiesta en el canal, junto a la playa de La Puntilla, en la que se lanzaron 1.000 doradas, 500 robalos y 100 lenguados del Centro de Pemares, hoy El Toruño. Aquella celebración supuso un alto el fuego momentáneo en otra batalla histórica, esta vez ubicada en el margen derecho del río del olvido, entre dos enemigos íntimos: el alcalde Hernán Díaz y el ecologista Juan Clavero. Los dos contendientes sellaron con un beso el Armisticio del Canal, justo después de que el ecologista obsequiara al alcalde con un regalo por la colaboración municipal. Pero la tregua duró lo que tardaron los pescadores en acudir en masa al espigón a lanzar la caña, para sacar muchas de las especies repobladas y meterlas en su nevera portátil.
Metidos en un insomnio interminable pasaban los días los vecinos de la Plaza de Toros y del Paseo José Luis Tejada, que sufrían muy cerca de sus casas las noches de bohemia y botellón. La movida eligió esos dos barrios para montar su siniestro campamento de verano. Decenas de jóvenes aparcaban a diario sus coches en ambas explanadas, sacaban las bolsas de plástico con las bebidas espirituosas y ponían el radiocasete Pionner a toda pastilla para que sonaran los éxitos del momento: La Milonga del marinero y el capitán, de Los Rodríguez; Entre mis recuerdos, de Luz Casal; La fuerza del corazón, de Alejandro Sanz… O Ruido, que parecía que había sido compuesta expresamente por Sabina para la ocasión. “Mucho, mucho ruido. Ruido de tijeras, ruido de escaleras que se acaban por bajar”. Ya bien entrada la madrugada, las tribus de contaminadores orgánicos y acústicos se trasladaban a los pubs de la Plaza de la Herrería y al Bar El Reloj, esquina de calle Cruces y San Sebastián. El gerente del Bar Liba, Francisco Rodríguez Sánchez, se quejaba de que solo algunos hosteleros hicieran el agosto: “Hay demasiados bares para tan poco público”. Para tan poco público y tan tieso, pues aún sufríamos las consecuencias de la gran crisis económica de 1993.
Un viejo proletario del lugar, que trabajó muchos años de camarero en un bar ubicado en lo que hoy es la Costa Oeste, recuerda que en la década de los 50 los jóvenes de clase media-alta pasaban el verano jugando al tenis en la playa de Vistahermosa y, de vez en cuando, organizando excursiones en bicicleta o en burro a Fuentebravía. Bailar no se podía, ni pegados ni sin pegar. El cardenal Segura proclamó en la ciudad la prohibición moral del baile desde finales de la década de los 30 hasta 1957, año en el que murió. Pero no se apuren, que los guateques estaban a la vuelta de la esquina y las nuevas generaciones iban a vengar la inútil represión sobre los cuerpos que encabezó ese cura con galones tan esaborío.
A mediados de julio se celebró una corrida y una novillada a plaza partida. Hicieron el paseíllo los diestros Currillo, Óscar Higares y Víctor Puerto, y los novilleros José Luis Moreno, Conrado Gil Belmonte y Víctor Manuel. Yo de pequeño fui a una lidia de esas con mi padre y terminé con tortícolis. Aquello era un lío del copón. Miraba siempre a la mitad de la plaza en la que menos cosas sucedían. “¿Has visto qué buen par de banderillas ha puesto el subalterno que va de tabaco y oro?”, me preguntaba mi padre. “No, estaba mirando en la otra mitad al pobre caballo asfixiado que está debajo del picador gordo”, le contestaba yo para su desesperación.
En agosto, se inauguró Parkilandia, que se convirtió en el recinto estrella de celebraciones de los cumpleaños de los niños nacidos en los 90. Muchas parejas que hoy pasamos de los 50 nos dejamos una pasta en aquel parque infantil para que nuestros hijos y una legión de amiguitos se espatarraran en los castillos y toboganes inflables, en el tren eléctrico, en el circuito de motos, en las camas elásticas y en los balancines. Mi hijos, tan generosos siempre, además de a sus primos, a sus vecinos, a sus compañeros de la clase y de las actividades extraescolares, todos los años preguntaban por qué no podían invitar también a sus profesores, a las madres del AMPA y a los personajes de la Banda del Sur, de la que eran socios. Sobre todo a su favorito, Desastre, el vecino malvado que interpretaba nuestro paisano, el gran Juanjo Macías.
El final del verano llegó, como todos los veranos en El Puerto desde que nuestra Patrona ampara los destinos de este pueblo de arrumbadores y marineros, después del día de las Milagros. Pero en 1995, el 10 de septiembre aún seguíamos de fiesta, disfrutando de la Velada que se celebraba en el Parque de la Victoria. Hasta allí llegaron esa noche, en un BMW rojo, dos muchachos madrileños, uno rubio y otro moreno, con las corbatas desajustadas y las poses lánguidas, con pinta de no haber pisado una playa en su vida. Los esperaban más de 4.000 personas, la inmensa mayoría mujeres ya treintañeras, dispuestas a rememorar ternuras y amores inolvidables: aquel novio primero, el primer beso, los posters de sus ídolos con los que vestían las paredes de sus dormitorios y las carpetas del colegio, Aplauso, el Club 2000, el Tharsis... Solo tengo recuerdos de un pasado feliz, solo tengo añoranzas en mi mente de ti, vuelve aquí…
Francisco Javier y Pedro José Herrero Pozo eran Los Pecos. Pedro, el moreno, hizo la instrucción de la mili en Camposoto, con mi primo Andrés. Rapado, delgadísimo y desparejado, los reclutas más machotes no entendían como aquel tío que era la antítesis del soldadito español, soldadito valiente, podía alimentar las fantasías eróticas de cientos de miles de adolescentes. Los Pecos abrieron el concierto con canciones de su último trabajo, Pensando en ti. Comenzaron con Sara y Luna, que solo sonaban en el despacho de su discográfica y en el tocadiscos de su madre. Los nuevos temas no cuajaron entre aquel público tan fiel y las chicas empezaron a abrir la boca, pero esta vez no a golpe de chillido, sino de bostezo. Javier y Pedro se dieron cuenta de que si seguían por ese LP terminarían roncando hasta los patos del estanque del Parque de la Victoria. Así que volvieron a sus temas de siempre: Esperanzas, Acordes, Háblame de ti, Guitarra… Fue, como la del Guadalete, una resurrección en toda regla. Los fans, ya se sabe, son reacios a las novedades, y solo encienden los mecheros evocando el pasado bello y efímero que no volverá.
Como aquel verano de 1995, en el que el río del olvido volvió a ser un río memorable.
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