EL CUMPLE DE PIPI
Pipilota Rollgardina ha cumplido cuarenta años. Nos lo recordó el otro día Francisco Andrés Gallardo, ese joven con nombre y alma de bolero, siempre dispuesto a colorear, con los Alpinos de la nostalgia, las 625 líneas de aquel tiempo en el que éramos felices e indocumentados.
La amiga hippie de Tomy y Anika, rebelde con casa, llegó a nuestro país en 1974, el mismo año en el que el eurovisivo Peret ponía en evidencia las contradicciones intrínsecas de nuestro sistema político. Por un lado reivindicaba la alegría de vivir y por otro torturaba vilmente a una pobre guitarra española.
Confieso que estuve locamente enamorado de la pecosa de las trenzas zanahorias, de sus vuelos rasantes por el sofá sin miedo a la alpargata. Porque la Calzaslargas y yo estábamos hecho el uno para el otro. Ella poseía un Pequeño Tío que era un caballo, y yo un tío pequeño, por parte de madre, bastante burro. En casa teníamos, igualmente, un mono, pero era de Osborne. Sus zapatos eran tan grandes como los Gorilas que yo heredaba de mi primo Antonio. Y un servidor también andaba para atrás, como los cangrejos moros (hoy, crustáceos del Norte del Magreb), cuando en casa me pillaban en alguna travesura.
Volví a verla en los primeros ochenta, en una de las muchas reposiciones, pero ya nada fue igual. En lugar de en bombones y caramelos, en esa época yo habría invertido sus monedas de oro en otros vicios más propios de la adolescencia. Para medias largas, sinceramente, las de Laura Antonelli. Y, la verdad, las suecas de Benidorm y de López Vázquez estaban mucho más buenas.
Supe que había abandonado definitivamente la edad de la inocencia cuando empecé a sospechar que el padre de Pipi y la madre de Marco estaban liados. Dos padres ausentes, como el Espíritu Santo, cantaban mucho. Con quince años y algunas espinillas, lo de Taca Tuca y la Argentina era, seguramente, una trola más de las muchas que me habían contado.
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