LA CABINA
En 2016 quedará sin efecto la ley que obliga a instalar un teléfono público por cada 3.000 habitantes. Una medida lógica en un país con más de 50 millones de móviles. Así que las cabinas telefónicas pasarán a formar parte del museo cada vez más poblado de nuestra memoria sentimental. Cuántas cosas hay ya que ya no existen. Empezar a enumerarlas y no parar, eso debe ser hacerse mayor.
Yo empecé a frecuentarlas en la adolescencia. Bastaron un par de facturas para que mi padre descubriera que yo estaba queriendo. En una sobremesa inolvidable, tras tatuar en el mantel con un golpe seco la libreta de ahorros, soltó, mirándome fijamente, una de las frases míticas de la época: “Un día voy a arrancar el teléfono”.
Confieso que a partir de entonces, muchas noches, por amor, tuve que tirarme a la calle con unas cuantas monedas en el bolsillo y media docena de frases cursis en la boca. La cabina que estaba justo al lado del Bar Pepito, probablemente la que mejor olía de El Puerto, se convirtió en mi segunda residencia. La de historias de amor para toda la vida de unas cuantas semanas que vivió uno entre esos cuatro cristales. A veces, muy pocas veces, sucedía un milagro. Con la baba ya a la altura de las rodillas, reparabas en que el dinero no caía, que llevabas una eternidad diciendo y yo más con los mismos dos duros que habías puesto al entrar. Qué sensación esa, la de saber que podías pasar allí la noche gratis total recitando a Neruda o a Los Pecos, dependiendo si la novia del momento era más de los 20 poemas de amor o del Superpop. Sin embargo, siempre había algún envidioso que rompía aquellos suspiros encadenados con frases como “dile adiós ya, capullo, que como yo entre a sacarte va a llorar hasta el teléfono, como en la canción de Domenico Modugno”. Eso si que eran emociones fuertes y no la mariconada esa de los emoticones.
Muchos años después, por una extraña pirueta del destino, pasé por allí el día en que unos operarios la desmontaban. Mientras la subían a un camión, me vi dentro de ella, tan joven como entonces, sin poder salir, como José Luis López Vázquez en La cabina, aquella película de Antonio Mercero. Me dejaron en este lugar de ahora tan raro que aún no sé muy bien qué es.
(Diario de Cádiz, 6 de noviembre de 2015)
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