Blogia

El blog de Pepe Mendoza

CINEMA PARADISO

CINEMA PARADISO

Leo en la revista Fotogramas que ha muerto Jacques Perrin, el actor francés que dio vida al director de cine de "Cinema paradiso". Su personaje, Salvatore, nos dejó una de las escenas más emotivas de la historia del séptimo arte. Al final de la película, sentado completamente solo en una sala de cine, el realizador admira el montaje que le ha dejado Alfredo como legado: todas las escenas de los besos censurados por el sacerdote de su pueblo y que su viejo amigo el proyeccionista había tenido que cortar.

La escena de ese adulto emocionado, que se reencuentra con su pasado ante la gran pantalla, haciendo las paces consigo mismo -con el pequeño Totó-, la corona la banda sonora del genio Ennio Morricone. "Busca algo que te guste, y hagas lo que hagas, ámalo; como amabas la cabina del Cinema Paradiso cuando eras niño", le dice Alfredo a Totó como un mandamiento laico que él recordará toda su vida.

Imposible no acompañarle en el sentimiento de gratitud y en el llanto contenido cada vez que volvemos a verla. Ha soñado uno muchas veces que el final de la vida debería ser algo parecido a esa escena: sentarnos en la butaca antigua de un antiguo cine de barrio y recrear el tiempo bello y efímero en el que amamos y fuimos amados. Reencontrarnos con nuestro pasado y con los nuestros, hacer las paces con nosotros mismos. Leer The End entre sonrisas y lágrimas. Y entrar plácidamente en un sueño eterno en el que seguimos viendo fotogramas y oyendo la voz en off de todos los narradores ominiscentes que nos hicieron mejores. Liturgia y pasión. El cine. La vida.

ESPLENDOR Y OCASO DE LOS CALCETINES BLANCOS

ESPLENDOR Y OCASO DE LOS CALCETINES BLANCOS

 

Allá por la década de los 80, los calcetines blancos alcanzaron un prestigio fascinante. Sin apenas darnos cuenta, abandonaron el último cajón del ropero, en el que convivían desordenadamente con camisetas, calzonas y sudaderas, y ascendieron a la zona noble donde habitaban orgullosas las prendas de salir (antes, ropa de los domingos). Del gimnasio del instituto y del campo de albero, pasaron a transitar por las pubs y discotecas de moda. De relacionarse con los tenis Tórtolas o las zapatillas Keds, a codearse con la hidalguía señorial de los zapatos castellanos. Eran maravillosos y te hacían sentirte maravilloso a ti. No solo ponías a su entera disposición tus pies, sino que, como a aquella novia primera, le entregabas tu alma, tu corazón y tu vida. Fue un ascenso sin precedentes en el superficial y volandero mundo de la moda. En aquellos días, exhibir los calcetines blancos por debajo del pernil del vaquero, mientras te tomabas un cubata en la barra de un pub, sentado en un taburete para que se vieran bien, era un signo de distinción.

Apenas duró una década ese reinado efímero. En los 90, ya estaban acabados. Y si te lo seguías poniendo, el acabado eras tú. La gente cuchicheaba a tu espalda y te señalaba como si fueras Darth Vader cuando, en un descuido, se asomaban entre el pantalón y el zapato.

Hubo también un tiempo en el que entrar en un discoteca era más difícil que salir hoy de Ikea. No te dejaban pasar si llevabas chupas de cremalleras. O zapatillas deportivas. Pero el ensañamiento sin compasión fue con los pobres calcetines blancos. Llegabas a la puerta y lo primero que hacía el gorila de turno era mirarte los zapatos con cara de asco, como si hubieras pisado una mierda. “No puedes pasar, llevas calcetines blancos”, sentenciaba vacilándote. Te daban ganas de contestarle: tú tienes el cerebro también en blanco y te han dejado entrar en la empresa, capullo. Pero no era plan. Casi estaba mejor visto ir descalzo, como nuestro vecino el Baba, que se llevó toda la vida pisando el suelo sin intermediarios. Sólo a Michael Jackson en sus videoclips se le permitía exhibirlos sin pudor.

La caída de los calcetines blancos estuvo a la altura de otros ocasos igual de traumáticos: Bob Derek, Eva Nasarre, Enrique y Ana, Parchis, Los Pecos... No volvieron a levantar cabeza. Cuando una supremacía cae, cae para siempre. Piensen en el imperio romano, que se derrumbó porque los del pecho de lata estaban a otras cosas y no echaron los cimientos en condiciones. Con los calcetines blancos pasó, salvando las distancias y los siglos, algo parecido: había mucha arena y muy poco hormigón en esa tendencia ochentera. Hoy en día, también han sido casi expulsados del ámbito deportivo. Ahora, son de colores y taloneros, que parece que va uno con patucos.

Quedan, eso sí, los álbumes de fotos, esas hemerotecas familiares, que, como las de los periódicos, las carga el diablo. Fueron los reyes del mambo durante una época en la que todos estuvimos enamorados de la moda juvenil. Honor y gloria a los calcetines blancos. Más concretamente, a los de la marca Ferry’s, que tenían una raya azul arriba y una roja debajo, con los que anduve por los borrascosos parajes de la adolescencia. Dios los tenga en su ropero.

MÁS ALLÁ

MÁS ALLÁ

MÁS ALLÁ

 

Más allá de los años,

más acá de la vida,

va contigo aquel niño

de mirada encendida.

 

¿Y Jesús tiene hermanos?

¿Es rico Baltasar?

¿En Belén no hay veranos?

¿Tiene baño el Portal?

 

En los ojos sin brillo

del adulto cansado

reverbera este niño

vivaracho, asombrado.

RECUERDA QUE ERES MORTAL

RECUERDA QUE ERES MORTAL

 

Memento mori es una expresión latina que significa recuerda que morirás. Su origen parece remontarse a la Antigua Roma. Cuando un hombre poderoso desfilaba endiosado por las calles de Roma, un siervo porculero y valiente caminaba a su lado recordándole las limitaciones de la naturaleza humana.

No somos nada. Agua y vísceras. Sangre y casquería. Carne trémula. Hueso ajado. Así que lo mejor es mantener al ego a dieta, atarlo en corto cuando las cosas van bien. Y recordar, con una elegante clarividencia, que no somos nadie. Y en las victorias, menos.

MALA GENTE

MALA GENTE

Detesto a esa gente que se escuda en una siniestra pureza para no hacer nada por nadie. Si se habla de mejorar las condiciones de vida de los animales, te contestan que primero están las personas. Si se les cuestiona sobre los inmigrantes que vienen en pateras, te dicen que antes que nada están los españoles. Cuando toca ayudar a los españoles pobres, los tachan de mantenidos y vagos. Si se celebra el día de la mujer o del homosexual, reivindican el día del hombre o el del hetero.


Es lo que que los sociólogos llaman "la falacia del Nirvana", un argumento engañoso y ayuno de empatía que sostiene que hasta que no se arreglen todos los problemas del mundo es inútil intentar solucionar nada.

En realidad, a ellos, puro ego, tanto los problemas del mundo como los del vecino de al lado les importa un pimiento. Son como el gallo aquel del cuento, que creía que el sol salía para oírle cantar.

EL POLO DE LOS POBRES

EL POLO DE LOS POBRES

 

Se llamaba flaggolosina, mi rico helado, del congelador lo saco congelado, etc. Aunque los únicos que le llamaban así eran los niños de anuncio. En mi barrio, ese polo de pobres tenía más nombres que sabores: flá, flan, poloflá, poloflán... Jamás escuché a nadie pedirle a Manolo, el hombre del kiosco, que era solo un poco menos bruto que nosotros, un flaggolosina. En el Distrito 21 no veraneaba nadie de Madrid ni de ningún sitio. Como mucho, algún trabajador de la pista de coches de choque que venía a la caída de la tarde a comprar otras cosas. Si algún niño le hubiera dicho un flaggolosina-por-favor, igual Manolo habría pensado que aquel finolis era descendiente de algún exiliado de guerra que había vuelto de Rusia ese verano. Porque de la guerra en general y de las suyas en particular sí sabía un montón.

El caso es que no había más: o el poloflá, o, como mucho, el Camy naranja o limón. A mediados de los 70 vivíamos aún en la Edad del Hielo. Vinieron luego, años más tarde, el Drácula, el Minimilk, el Mikolápiz o el Súper Choc, al que una niña de mi calle, finísima ella, le añadía al final otra h y otra o. Como para pedirle que pronunciara correctamente flaggolosina.

Pero esos fueron polos saboreados ya en la casapuerta de la democracia. Al bueno de Manolo había que señalárselos porque se perdía en aquel cartel de Frigo en el que los helados flotaban en una playa con árboles detrás tan parecida a La Puntilla.

MATRÍCULA EN VALORES

MATRÍCULA EN VALORES

 

Un alumno de la Universidad de Valladolid ha preguntado a uno de sus profesores si puede renunciar a su Matrícula de Honor. Dice que no necesita el importe porque tiene ya la beca completa y ha pensado que al siguiente alumno sobresaliente le podría hacer más falta.

Imposible no emocionarse con un gesto tan hermoso. La noticia la recogen hoy varios medios, pero ninguno dice su nombre ni pone su foto. Y deberían, porque necesitamos referentes como él, no porque no los haya sino porque no se les da voz.

Este país, infestado de patriotas de chicha y nabo que solo saben odiar, siempre a los más débiles, está en deuda con millones de personas anónimas que se dedican a hacer el bien allá donde van. Matricula de Honor también para el chaval en la asignatura más difícil: Valores, Generosidad y Empatía.

Qué buen trabajo han hecho con él su familia, sus profesores y sus amigos. Y, por supuesto, él mismo. Orgulloso de ser su compatriota. ¿Quién dijo que todo está perdido?

JUANLU MARTÍNEZ, LA ALEGRÍA DE VIVIR

JUANLU MARTÍNEZ, LA ALEGRÍA DE VIVIR

A finales del verano de 1981, el álbum de la liga incorporaba en sus páginas traseras los últimos fichajes de los equipos de primera división para la nueva temporada. Como todos los años, los jugadores que cambiaban de club aparecían enfundados en sus nuevas camisetas, pintadas sobre las antiguas porque entonces no había ni presentaciones mediáticas ni photoshop. El Zaragoza se hizo con los servicios de nuestro paisano Cecilio Zunzunegui, el Atlético de Madrid firmó a Hugo Sánchez y el Betis a Poli Rincón. En los equipos juveniles de la cantera portuense también hubo intercambio de cromos. Juan El Pollo dejó La Salle y fichó por el San Marcos. Lolo Borne abandonó el San Marcos y se enroló en el Safa San Luis. Y Manolín y un servidor nos fuimos del San Marcos y recalamos en La Salle. Los álbumes de aquellas ligas nuestras eran de fotos siempre de equipo, casi nunca individuales. Los guardaba el secretario de la Junta Directiva en un cajón bajo llave de la mesa que apenas cabía en el cuchitril de la sede del club, junto a las fichas de los jugadores y recortes de periódicos de nuestros partidos que publicaba Diario de Cádiz.

En los primeros días de la pretemporada de aquel verano, finales de julio, recién llegado a mi nuevo equipo, que presidía Pepe Sanz y entrenaba Carlos Pumar, hice amistad con un chaval al que no conocía. Tenía la cabeza llena de rizos, como el moreno de Los Pecos. Y unas piernas que golpeaban el balón con una fuerza parecida a la de Scotta, aquel delantero argentino del Sevilla especialista en los lanzamientos de faltas cuyos contrarios se hacían los locos para escaquearse de la barrera. Martínez para el entrenador, Juanlu para los compañeros, rendía donde lo pusiesen, ya fuera en el centro de la defensa o en el medio del campo. Era expeditivo, fuerte físicamente, generoso en el esfuerzo y solidario con los compañeros. Le gustaba ganar como a todos, pero sobre todo disfrutar de los entrenamientos y de los partidos, de esa pasión por la pelota que nos enganchó para siempre en el recreo de la infancia y en la plazoleta de la barriada. A mí me gustaba estar cerca de él en los entrenamientos y en los desplazamientos en autobús, porque por donde Juanlu pasaba siempre había buen rollo y muchas risas. Su estado de ánimo no lo condicionaban ni las victorias ni las derrotas. A veces, en medio de la tensión de un partido, con el entrenador gritando como un poseso con las venas del cuello hinchadas, se te acercaba y para relajar un poco el ambiente soltaba un comentario chistoso sobre el árbitro, algún jugador del equipo contrario e incluso del nuestro. Alguna vez me tapé la boca como hacen hoy en día los futbolistas, pero no para que no me leyeran los labios, sino para que el míster no me viera riéndome a carcajadas y me mandara a la ducha por frívolo e irresponsable. El fútbol y la vida eran para Juanlu algo parecido: un juego en el que lo más importante de todo era disfrutar.

Algunos años después, todavía en edad de poder tener un cromo en el álbum de la liga pero ya sabiendo que el único álbum en el que íbamos a tener protagonismo sería en el de nuestra boda, me llamó para jugar un campeonato de veteranos con Verinsur, la empresa en la que trabajó muchos años. Llegábamos una hora antes al campo y Juanlu empezaba a recordar anécdotas del pasado, con ese don de monologuista lleno de gracia que fue consolidando con los años. Muchas veces se nos olvidaba que teníamos que jugar y venían los del equipo contrario o el árbitro a decirnos que había que empezar, que aquello era un partido de fútbol, no un reservado de La Burra. Como si el encuentro fuera más importante que aquellos ratos en los que celebrábamos que volvíamos a estar juntos en plena adolescencia en las historias antiguas que recreábamos.

Pasó otra vez el tiempo como pasaba el cóndor y alguien nos dijo que Juanlu había montado un bar en Vistahermosa, El Lentisco. Un domingo después de pasar la mañana en la playa, con más hambre que Carpanta, mi amigo Antonio Carvajal y yo fuimos con nuestras parejas a comer allí. El nuevo emprendedor salió de la cocina y nos dio un abrazo que todavía siento. Nos contó que estaba muerto de miedo, que había hecho una inversión enorme y que confiaba en que El Lentisco fuera en poco tiempo un bar de referencia en El Puerto. Almorzamos y echamos allí la tarde, con el señor empresario sirviéndonos como si fuéramos marajás, feliz por tenernos allí, y nosotros encantados de contribuir económicamente en aquellos primeros días del negocio. Cuando le pedimos la cuenta nos dijo que otro día. Fue inútil insistir. Soltó dos o tres ocurrencias de las suyas y nos agradeció que le hubiéramos dejado desabastecido de tortillas de camarones, tomates aliñaos, cervezas y gin tonics. En las navidades de 2014 celebramos allí la comida de Navidad del INEM. Nos regaló a los postres la actuación de un grupo flamenco que había contratado expresamente para nosotros. Es para que te relajes, Pepe, me dijo, que tienes toda la cara de San Pancracio con depresión.

Así era y así será siempre Juanlu en los recuerdos luminosos que alimentan mi memoria. Un tipo entrañable que le alegraba la vida a aquellos que lo conocían. Uno de esos seres de luz que cuando te lo cruzabas siempre salías mejorado del encuentro. Un niño travieso e hiperactivo que se obligaba a ser adulto. La vida le golpeó a veces con fuerza, pero jamás se refugió en el victimismo ni en el resentimiento. Eso era Juanlu: una manera de ser, una forma cálida, generosa y divertida de estar en el mundo.

Los que hemos disfrutado de su amistad incondicional ya lo tenemos en nuestro íntimo álbum de cromos de la liga de la vida, posando para la eternidad con esa sonrisa limpia con la que le ponía siempre buena cara al mal tiempo. Cuidando de la gente que quería, con ese humor insobornable y elegante con el que transitó por el mundo. Lo vamos a echar mucho de menos. Ya no vamos a poder alegrarnos al verlo, pero cada vez que nos alegremos lo veremos, solo hay que saber mirar, feliz, disfrutón, imprescindible.

LAS AMISTADES MISTERIOSAS

LAS AMISTADES MISTERIOSAS

 

Para no naufragar más de la cuenta en el viejo y esforzado oficio de vivir hay que tener una doble vida. Ser otro, además del que el Registro Civil dice que somos. Más niño, más libre. San Agustín, que como Emilio Flor sabía latín, ya defendía hace quince siglos ese desdoblamiento de la personalidad: “Yo soy dos y estoy en cada uno de los dos al completo”. Merece la pena y la alegría construirse una segunda existencia en la que vivir a salvo de contradicciones y amenazas. Como Mortadelo cuando se disfraza para huir de sus jefes. La vida es muy corta, pero hay días malos que se hacen larguísimos en los que necesitamos que alguien nos rescate de una reunión de la comunidad de vecinos, de un extravío interior o de un insomnio cruel.

Tener una doble vida te compromete a cuidar de otras familias y de otros amigos. Es probable que tus íntimos de siempre no lo entiendan y que se vivan momentos de tensión. Que si tú estás muy raro últimamente. Que si no nos haces ni puñetero caso. Que si no te soporto cuando callas porque estás como ausente. No vamos a idealizar las nuevas amistades porque también tienen sus cosas, como todos, pero son gente de bien que estuvo cuando había que estar. Por alguna extraña jugada del destino, un día coincidisteis en un cruce de caminos de papel y se quedaron contigo para siempre. Puedes decir más cosas de ellos que de algunos primos o cuñados. Cuando llegaron, tal vez te sentías solo, quizás deprimido y unas palabras suyas bastaron para calmarte. Para comprenderte. Para quererte. Qué gente más maja.

Una sola existencia no da para mucho. A mí, esa militancia duplicada me ha salvado la vida muchas veces. Y me ha ayudado a sobrellevar lo más dignamente posible la tragicomedia que protagonizamos cada día.

De esos otros de los que hablo, y que con nosotros van, sabía mucho una señora que fue a ver la película La rosa púrpura del Cairo. Al salir del cine, le comentó a su amiga que le había dado mucha lástima Mia Farrow. Pero que también ella se lo había buscado, por enamorarse del actor de carne y hueso en lugar del personaje que el actor representaba en la pantalla. “¡Le está bien empleado, por quedarse con el de verdad!”, mascullaba enfadada.

Para recuperar esos paraísos perdidos en los que nunca hemos estado hay que tener una doble vida. La literatura es Alicia recordándonos desde su país maravilloso que con una sola no basta.

ORACIÓN MATINAL

ORACIÓN MATINAL

El camino en coche de casa al trabajo (quince minutos) se ha convertido, desde que empezó la pandemia, en una liturgia en la que intento conectarme con lo mejor de mí. Ya no escucho las noticias, sino canciones que me gustan. Ese acto de fe, sencillo, militante y nostálgico me reinicia en la vida diaria con el corazón y las tripas más limpias.

Mientras conduzco, hago examen de conciencia, acto de contrición y autoconfesión de mis faltas. Veo, me juzgo y pienso en las cosas que hago mal y en la manera de corregirlas. También en las que progreso adecuadamente y en la manera de practicarlas más a menudo. Paso revista a mi relación con las personas a las que quiero mucho y, a veces, la canciones que suenan en ese momento se convierten en una banda sonora maravillosa en la que todo fluye. Y yo soy Roberto Benigni, en La vida es bella, gritando buenos días princesa, dedicando temazos a toda la gente con luz que alumbra mi existencia. Otras veces, las melodías son hermosas pero inquietantes, como algunas de Morricone, y repaso mentalmente un posible malentendido con alguien que no me contestó el último whatsapp o no me cogió la llamada o no me saludó por la calle. ¿Habrá entendido mi ironía? ¿Estará molesto por algo? ¿Habré sido yo, cada vez más enfermo de despistes, el que no le contestó el whatsapp o no le cogió la llamada o no la saludé por la calle?

Y, entonces, respiró hondo, suena una canción, por ejemplo de El Jose, un tipo al que descubrí hace unas semanas, que me habla de que se va a inventar un camino pa quitarse la presión de quien no aguante su paso a ritmo de caracol. Yo, con menos arte pero la misma voluntad, invento textos de desagravio y diseño mensajes del tipo “qué buena la película que me recomendaste”, “mira que columna más chula ha escrito hoy fulanita”, “cada vez que me alegro te veo” o, después de un tiempo sin saber de alguien, “deberíamos hacer las paces, lo que pasó entre nosotros no justifica esta pertinaz sequía comunicativa”. Lo hago solo para provocar una sonrisa o recibir respuesta, para que el otro o la otra me diga a su manera, con la rotundidad y la pasión de Camilo Sesto, que a pesar de todo me sigue queriendo. O, que al menos, no pasa de mí.

Llego al curro imaginando que el mundo en general y mi mundo emocional en particular sigue estando igual de cálido y ordenado que el sueño de niño chico del que he disfrutado durante la noche, la cama que hemos dejado recién hecha, o el café y las tostadas que nos alegraron el desayuno. Esa armonía vital me llena de aire los pulmones. Aparco el coche y ficho y abro el ordenador y sigo tatareando esa canción preciosa que me recuerda que la vida es bella incluso cuando es fea. Y que quiero morirme joven, rodeado de la gente que quiero, lo más tarde posible.

EL VIEJO PROFESOR

EL VIEJO PROFESOR

Un verso evocando la infancia. Un poema recordado a Guiomar. Las primeras frases del ser o no ser de Hamlet. Es el inventario vital, derramado en palabras esparcidas por papeles arrugados, que Don Antonio Machado llevaba consigo en los bolsillos del viejo abrigo que le cubre los días previos a su último viaje. La niñez, el amor, la muerte, esas estaciones de penitencia que conforman la procesión de la vida. Las únicas palabras del hombre bueno que ya sólo recuerda la emoción de las cosas. De todo lo demás fue despojado. Hasta la vieja maleta, en la que portaba sus escasos enseres, se extravió al cruzar la frontera con Francia.

Se cumplen hoy 82 años de la muerte del profesor de instituto que dejó escrito que nadie es más que nadie. No sobrevivió a la pérdida de España, al dolor profundo del destierro. A las tres y media de la tarde del día 22 de febrero de 1939, miércoles de ceniza, fallecía en Colliure.

¿Y ha de morir contigo el mundo mago
donde guarda el recuerdo
los hálitos más puros de la vida,
la blanca sombra del amor primero?

MUERTE DE UN POETA

MUERTE DE UN POETA

El mundo es hoy un poco más feo de lo que ya viene siendo desde hace un año. Ha muerto un poeta: Joan Margarit. Escribía con la misma maestría y sensibilidad en catalán y castellano. Su ausencia, tomando prestado uno de sus versos, es ya una casa con radiadores helados.

Lo sigo desde hace décadas. Su poesía, a la que acudía en tiempos de desasosiego emocional, fueron siempre santa medicina que me reconciliaban con la vida y, sobre todo, con el insoportable que llevo dentro. Regalé su libro "Joana", dedicado a su hija, que padecía una discapacidad mental y que murió joven, a una amiga que pasó por el mismo trance. Sé que le ayudó a mantener la cordura cuando la vida de quien ha visto morir a quien debería sobrevivirnos se convierte desde ese momento en una especie de postguerra. La vida se alimenta de días generosos./De dar y proteger./Si se ha podido dar, la muerte es otra.

En la última entrevista que le leí, de diciembre pasado, Margarit, un niño de la guerra, republicano confeso, criticaba con dureza el descompromiso indecente de todos los gobiernos con la cultura popular. Cuarenta años, decía, ha tardado un Presidente del Gobierno español en llevar flores a la tumba de Machado a Colliure, tronaba indignado. Cuarenta años para tener un gesto de agradecimiento, justo, sencillo, hermoso, con un hombre bueno que defendió siempre a los humildes.Y criticaba la deriva de una educación en la que no hay tiempo ni ganas para leer poesía en clase. "Los políticos actuales son mediocres y no saben nada, no me siento protegido por ellos", se quejaba al periodista.

Si andan de capa caída, como andamos casi todos, acérquense a una biblioteca o entren en su página https://www.joanmargarit.com/es/poemas-para-leer-y-escuchar/
Lo harán pronto uno más de la familia. La poesía y la música, aseguraba, son las principales herramientas de consuelo, el primer cinturón de los afectos. Tener sus versos cerca atempera el frío intenso de los días oscuros de invierno. Y encienden la humilde hoguera de la esperanza en esta casa común con los radiadores cada vez más helados.

LOS ÚLTIMOS, LOS PRIMEROS

LOS ÚLTIMOS, LOS PRIMEROS

 

No creo que sea tan difícil establecer un orden justo de prelación a la hora de vacunarse y acabar de una vez con este espectáculo bochornoso protagonizado por políticos, curas, militares y demás fuerzas vivas (vivas de espabiladas) saltándose la cola porque ellos lo valen. Y de propina, el remate de tener que escucharles hacer el ridículo perpetrando explicaciones surrealistas. Pueden ahorrárselas, ya nos lo cuenta con más ingenio y gracia Berlanga.

Alguien por ahí ha propuesto el método cristiano, y yo lo firmo: que los últimos sean los primeros. Sirve para casi todo en la vida, aunque curiosamente sean los católicos los primeros en renegar de ese axioma moral con sabor a Evangelio. No solo por compasión, sino también por una cuestión de justicia. Los últimos son siempre los primeros en remangarse cuando vienen mal dadas. No fallan nunca. Ya lo decía don Antonio Machado, que optó por pedir la vez poniéndose en la cola, sin saltársela nunca. "En España, lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros lo señoritos invocan a la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva".

Esta pandemia sería todavía mucho peor si no fuera por el trabajo a destajo del personal sanitario, de los cuidadores de las residencias, de los maestros, de las cajeras de supermercado, de los transportistas, de los vecinas solidarias de los barrios humildes... Son ellos los que en medio de esta siniestra oscuridad siguen manteniendo viva la llama de la esperanza, que es, como decía Cortázar, la vida misma defendiéndose. Pues eso: ellos y los ancianos y las personas de riesgo, los primeros.

Y los primeros de toda la vida, los privilegiados sin conciencia, esa gente guapa que acostumbra a hacer cosas tan feas e inmorales como las que estamos viendo estos días, los últimos. Por dos razones más a las ya expuestas: tienen muchos más medios para poder sobrevivir al virus y, si faltan, no son imprescindibles.

LIBERTAD Y LOS MILAGROS

LIBERTAD Y LOS MILAGROS

Para todos los que han aplaudido con fervor de inquisidor los cortes de luz y de agua en la Barriada de Los Milagros. Para los que se alegran de la desgracia ajena, da igual que los ajenos sean niños y ancianos a las puertas del invierno, aquí va esta columna de Libertad Paloma, que los retrata y nos retrata.

Algunos de esos justicieros, con la empatía a la altura de los túneles de la Prioral, van a misa los domingos y fiestas de guardar y escuchan el Evangelio del Jesús que proclama que los pobres son bienaventurados. Muchos militan en el patriotismo indignado y agresivo del "España se rompe", pero les da igual que se haga pedazos la pequeña felicidad doméstica que produce una ducha o un vaso de leche caliente. Uno en concreto, lo conozco, ha defendido con agresividad faltona la presunción de inocencia del Emérito, pero escribió en Facebook sobre estas familias que "cuando el río suena, agua lleva".

Es lo que hay, lamentablemente. No se puede decir tanto y tan bien en 2.000 caracteres. Libertad no elude entrar en las tripas del problema y deja claro que si algunos vecinos han infringido alguna norma el equipo de gobierno puede aplicar la ley con medidas menos extremas y traumáticas.

Los ejecutores de esta tropelía son los mismos políticos que creen que hay celebrar la Navidad por todo lo alto, con muchas bombillas pero poquitas luces. Pero la Navidad hay que celebrarla, de toda la vida de Dios y de la de los tres desgraciados de Belén, mirando para abajo.

https://www.diariodecadiz.es/opinion/analisis/es-lo-que-hay_0_1528047398.html

A LAS PUERTAS DE LA PRIORAL Y DEL JUICIO FINAL

A LAS PUERTAS DE LA PRIORAL Y DEL JUICIO FINAL

El cuadro “El Juicio Final” volvió la semana pasada a la Iglesia Mayor, después de haber estado seis años en un bodegón de la Plaza de Toros. Allí ha sido restaurado por un equipo de voluntarios encabezado por el licenciado en Bellas Artes José Ramón Villar.

La noticia es estupenda si solo reparamos en su vertiente estética. Una obra del siglo XVIII, que estaba situada junto a la puerta principal de la iglesia, ha vuelto al escenario en el que ha sobrevivido a tres siglos ante la mirada alucinada de miles de ojos alumbrados por su belleza. Pero a un servidor, intrépido reportero al que le gusta husmear siempre detrás del lienzo que cada mañana nos ofrece la vida, le surgen algunas cuestiones inquietantes que me tienen sin vivir en mí.

Igual tengo que dejar los programas de Iker Jiménez, los videos de Miguel Bosé y las columnas de Alejandro Barragán, no digo yo que no. Pero, ¿por qué es justo ahora, a final de este apocalíptico 2020, cuando el cuadro ha vuelto a su lugar de origen? ¿Antes no había ninguna prisa y ahora sí? ¿Por qué las labores de reparación se han hecho en la Plaza de Toros? ¿Por qué ha quedado expuesto en la Capilla de las Ánimas a la espera de su instalación en su emplazamiento original? Demasiadas preguntas a las que la ACC (Asociación de Cuñados Coquineros) y la OPEF (Organización Portuense de Enterados de Facebook) aún no han sabido dar repuesta.

Mi teoría es que vamos a morir todos. Y que el Juicio Final, no solo en el cuadro de nuestra basílica menor, está cerca. Luego vendrá la ejecución de la sentencia, o sea, el Fin del Mundo, aunque los mayas ahora no hayan dicho ni mú, avergonzados como están después de siglos de vaticinios churretosos. Todo cuadra. Nada es casual. La elección de la Plaza de Toros para la restauración del cuadro representa la tortura y la sangre derramada a lo largo de la Historia, ese chispazo previo a las infinitas sombras que vendrán. La exposición provisional (sí, ya, provisional) en la Capilla de las Ánimas corrobora lo que ya intuíamos: que la inmensa mayoría iremos de cabeza al purgatorio, pues no hemos sido ni buenos ni malos sino todo lo contrario.

La vuelta de la obra a la Prioral da fe de que habrá un repique de campanas allí mismo, que doblarán por nosotros mientras anuncian que se chapa el mundo en general y el universo íntimo que riega el Guadalete en particular. Yo pienso pasarme y tomarme unas cuantas justo al lado, en la terraza  de “Ancalagüela”. Desde allí saludaré a las nietas que heredaron el campanario de aquella cigüeña que me dejó, hace más de cincuenta años, muy cerca del sagrado ático plateresco. No es lo mismo dormir eternamente amargado que contentito y agradecido.

Digo más. Estoy convencido de que la instrucción preliminar y la fase intermedia concluyeron justo el día que nos confinaron. Queda solo el juicio oral, que imagino será anunciado en las redes sociales. Para evitar las fakes news y comprobar que estamos en la lista de acusados, recomiendo que se consulte mejor en la web Gente del Puerto o en el Facebook de Jesús Almendros. Ambos tienen el padrón y los ecos de la vecindad al día. No hará falta ir con abogado, ni aunque sea Ángel Angulo, total para lo que va a servir. La convocatoria será por Zoom. Tras la sentencia, nos saldrá un mensaje en el móvil diciendo que hemos perdido la conexión. Ahí acabará todo. O sea, el primer acto. No somos nadie. Y sin cobertura menos.

A la hora de cerrar esta crónica no tenemos noticias de sí habrá un segundo acto. De aquí a la eternidad, cualquiera sabe.

UN CUATRO DE DICIEMBRE

UN CUATRO DE DICIEMBRE

Un 4 de diciembre muere, mejor dicho asesinan, a un malagueño: Manuel José García Caparrós. Tenía 19 años. En el dorso de su DNI, el funcionario que lo tramitó se equivocó en la fecha de su nacimiento. Un error administrativo sin importancia. El error fatal y criminal se produjo en la fecha de su muerte. No es que a los19 años uno sea muy joven para morir. Es que a esa edad todavía no se ha terminado de nacer del todo.

43 años después nadie ha respondido penalmente por el crimen. Su asesino pudo ser un policía que tenía unos 55 años en 1977. Él pudo seguir disfrutando de su vida, de su familia y sus amigos, de las ventajas de una democracia recién estrenada. Probablemente ya esté muerto. Probablemente tuvo una muerte natural, sin errores criminales.

No nay paz ni olvido ni perdón para los malvados. La Historia y la memoria social y sentimental de los andaluces solo honra, con el compromiso y el honor intactos, a Manuel José. El chaval al que un 4 de diciembre una bala traidora le quitó la vida, tan solo porque estaba queriendo a su pueblo y alzando la bandera de su Andalucía.

ESOS LOCOS BAJITOS

ESOS LOCOS BAJITOS

Según "Save the Children", España tiene la tercera tasa de pobreza infantil más alta de toda Europa, tras Rumanía y Bulgaria. Más de 2,1 millones de esos locos bajitos, en feliz definición de Serrat, carecen de lo mínimo para vivir en condiciones dignas. Las previsiones apuntan a que a final de este año maldito el porcentaje de menores pobres alcance el 30%.

En España cabemos todos, dijo hace años Felipe VI en su primer discurso como Rey, pero lo cierto es que en este país en el que a la familia real le parecen pocos sus privilegios, la izquierda no se atreve a ejercer como tal y las derechas constitucionalistas se ciscan a diario en la Constitución, más de dos millones de niños tienen chapado el futuro. Más de dos millones de niños no caben en su casa a la hora de comer y transitan por colegios y comedores sociales sin poder participar en esa liturgia sagrada en la que la familia se reúne en torno a la mesa para compartir el pan. A nuestros vecinos más vulnerables, los chiquillos pobres de otros países, los neocachorros de toda la vida del fascismo, esa mentira contada por matones, les llaman menas. Sucede aquí, en un estado supuestamente civilizado y democrático, y que de un tiempo a esta parte a uno le parece más bien fúnebre, no solo por los miles de compatriotas víctimas de la pandemia, sino por la falta de ilusiones y esa tendencia tan nuestra al duelo a garrotazos, al ojo por ojo y al sálvese quien pueda.

Más de dos millones de niños desaparecidos también de las consultas de los dentistas y de los oftalmólogos, de los libros, de las zapaterías, de las clases particulares, de los viajes, de los cines... Más de dos millones de niños. Más de dos millones.

Hoy es su día, pero esos locos bajitos corren el riesgo de seguir siendo durante toda la vida locos y bajitos. Su salud mental y física parece que nos importa muy poco.

CON EL 13, TONINO

CON EL 13, TONINO

Una tarde sin playa, ¡maldito levante!, de junio de 1970. Mi padre ve en la tele un partido del Mundial de México, Brasil contra otro. Los amarillos juegan riéndose, como si en la portería contraria proyectaran una de Cantinflas.

Yo tengo seis años. Estoy sentado en la casapuerta mirando el mundo. O sea, el paisaje y el paisanaje de la calle San Sebastián. A esa edad, los cuatro puntos cardinales del universo entero limitan con la calle de uno. Combato el calor, el aburrimiento y el coraje al afilador con un flaggolosina, mi rico helado, del congelador lo saco congelado, etc. De fresa.

A pesar de que el Sol acaba de dar de mano, la calle hierve como si fuera un puchero de Nochebuena. La luz del crepúsculo reverbera sobre los vecinos que vuelven del tajo. También sobre las vecinas de lutos limpios, menos rigurosos en esta época del año, que refrescan a cubazos limpios los adoquines. Yo también riego el suelo de mi casapuerta, pero con los cromos de la Liga 70-71. Puedo cerrar los ojos ahora mismo, casi cincuenta años después, y ver la portada del que fue mi primer álbum: Iríbar quitándole en el último momento un balón de la cabeza a Gárate que era gol seguro. Matías Prats, que sabía latín, no decía en el último momento, decía in extremis. In extremis me he quedado yo esta tarde sin playa. Maldito afilador. Maldito levante otra vez.

De repente, oigo a lo lejos la voz herida de un hombre que entona una extraña cantinela. Contraviniendo el primer mandamiento de mis padres, no salir ni con Dios sobre todas las cosas, salto a la acera para verlo mejor. Baja la calle inseguro, como las muñecas de Famosa cuando se dirigen al portal. Lleva una boina que parece un postizo, una chaqueta con alfileres que sujetan algo que no alcanzo a adivinar qué es y un bastón que le marca el paso. A él y a los demás. ¡Cuarenta iguales para hoy, los vendo o los tiro!, grita cada vez más cerca de mi casa. Aunque su aspecto me da algo de miedo, me tranquilizo al ver que las pinzas de tender que lleva prendidas en las solapas de la chaqueta sujetan cromos parecidos a los míos. Siento también un poco de lástima por su mala suerte. Es la primera vez que conozco a alguien que tiene cuarenta cromos iguales del mismo jugador. Son cromos celestes, o sea del Celta de Vigo. Igual es el de Manolo, o el de Lezcano, o el de Rodilla, que se repiten más que el ajo. Si yo fuera ese hombre denunciaría al dueño del carrillo o de la ventana donde los ha comprado. O al empleado gracioso que los mete en los sobres. Con el coraje que da abrirlos y comprobar que ya lo tienes una vez, imagínate cuarenta veces.

¡Cuarenta iguales, los vendo o los tiro!, repite sin cesar. Empiezo a cansarme de ese rosario rayado que no me deja concentrarme. De pronto, se me cruzan dos cables de leche de la cabeza y digo para mí, muy bajito: “¡Tíralos al váter!”. El hombre se pone en guardia. Igual me ha oído. Sí, me ha oído, maldita sea. Empieza a gritar como un poseso, señalando con el bastón hacia mi casa. “¡¡¡Niño mierda!!!” son las dos únicas palabras que logro entender entre una letanía de maldiciones bíblicas. Está claro que para los oídos no necesita bastones.

Me gustaría pedirle perdón, decirle que lo único que quería era que se callara un rato para poder concentrarme en mis cromos de todos los equipos de la liga, en lugar de solo en los suyos del Celta de Vigo. Separar también mis iguales (yo les llamo “repes” o “lotengo”). Y sobre todo, empezar a pegar en el álbum los del Atlético de Madrid, mi equipo de toda la vida desde hace unas semanas, gracias a la sabia insistencia de mi tío José. Según mi tío, el Atlético de Madrid es mucho mejor que el Brasil. “Al Pelé ese y a sus saltimbanquis me gustaría a mí verlos hacer florituras un domingo negro de enero mientras cae sobre Atocha o El Molinón el diluvio universal”. Eso me dijo el otro día, poniéndose tan en situación que empezó a temblar de frío en pleno mes de junio y me dieron ganas de ir al mueble bar y servirle un copazo de Fundador. “Ufarte, Luis, Gárate, Irureta y Alberto, suena mejor que la delantera de Brasil, no me digas que no, suena como un verso de Alberti”, recitaba José de vez en cuando como un conjuro, con el puño cerrado. Yo pensaba que ese gesto era su manera de celebrar, como si fueran goles, las pequeñas victorias de su vida. Años después descubrí que no era por eso. Su pasión política la vivió en la clandestinidad, en el Partido Comunista. La futbolera, pública y festiva, entre dos riberas rojiblancas: la del Manzanares y su Atleti, y la del Guadalete y su Racing Portuense.

Pero no nos desviemos: en este momento vuelvo con urgencia al nido que no debí abandonar, porque el del Celta me tiene muchísimas ganas. Solo porque le he sugerido un lugar práctico, higiénico y seguro donde depositar su excedente de cromos. Si se calmara un poco, lo invitaría incluso a que los arrojara en el de casa, una cueva paleolítica comunitaria que tiene una estalactita colgada en el techo en forma de bombilla. Allí entramos todos las mañanas con el Diario de Cádiz del día anterior ya leído y lo reutilizamos en rutinas más prosaicas.

Miedo, tengo miedo. Mucho miedo. El que andaba como una muñeca de Famosa corre ahora hacia mí como si fuera Mariano Haro. Yo abro como puedo la puerta de mi casa, y ya dentro, la cierro como un carcelero del Penal. Creo que me va a dar una alferecía, que según mi abuela Teodora es lo que le da a la gente minutos antes de palmarla. La única situación en la que recuerdo un sufrimiento parecido es aquella vez que me perdí en La Puntilla y tardaron tanto en venir a recogerme que creía que iba a terminar siendo adoptado por la señora de la megafonía de la caseta de información.

Al oír los gritos, mi padre, taurino y militante de la causa gallosista, sale corriendo a la calle y hace un quite providencial, digno de una crónica de Don Puyazo. Me salva in extremis (va por usted otra vez, Don Matías) de la embestida del morlaco de Balaídos. Mi padre lo templa, después de tres o cuatro derrotes peligrosos, y le dice con cariño eso de que Dios reparta suerte. “Y ojalá que esta noche, tú también”, agrega dándole una palmada en la espalda jugándose el tipo. Mi padre remata su histórica faena comprándole cinco iguales. Como no soy rencoroso, todavía entre sollozos, me alegro mucho de que mi familia haya contribuido a que  solo le queden treinta y cinco repes. Me asomo al cierro y lo veo ya de espaldas, casi a la altura de la droguería de Emilio. Algo más calmado, pero sin dejar de rajar, se encuentra con una mujer joven que lleva un vestido de cuadros azules y blancos. Seguro que es del Sabadell. La para en seco para contarle la poca vergüenza que tiene el niño mierda ese de una casa de ahí arriba.

Desde aquella tarde aciaga (ahora ya estamos en una de junio de 2019), aquel hombre formó parte de una cofradía siniestra de personajes temibles que se me aparecían por los pasillos y por las esquinas oscuras de la infancia: El Lute, El Arropiero, Los Hermanos Malasombra, los raíces cuadradas, la defensa del Granada, el Bayern Múnich… Pero sobre todo él, el malo malísimo con el que me obsesioné pensando que, a pesar de su ceguera, más temprano que tarde terminaría encontrándome, aunque tuviera que recurrir al programa “Investigación en Marcha”. Como el Dios del catecismo, era omnipresente, significara eso lo que significara. Lo llegué a ver en el fondo de váter del retrete de mi casa, entre iguales descoloridos, como una cara de Bélmez coquinera con la boina mal puesta.

Algunos años después, coincidimos cada quince días en el lateral de tribuna de estadio “José del Cuvillo” para cumplir con el más importante rito civil del domingo. Los chavales que jugábamos en la cantera entrábamos gratis. Él también accedía por la misma puerta, con un pase especial. Disfrutaba en el fútbol, y sobre todo con el Racing, como disfrutaban aquellos samberos del Brasil del 70. No era el mismo hombre que transitaba por las calles del barrio alto a bastonazo limpio, como si El Puerto fuera Vietnam. En cualquier caso, yo procuraba observarlo siempre desde lejos. Y, sobre todo, no hablaba nunca cerca de él en voz alta, pues estaba convencido de que dijera lo que dijera y hubiera pasado el tiempo que hubiera pasado, tenía grabada mi voz en su memoria como una psicofonía, susurrando “¡tíralos al váter!”.

Durante dos horas, casi a pie de césped, aquel hombre era feliz ejerciendo de líder de opinión futbolera. Con el transistor taladrado a la oreja nos iba informando de todos los goles del Carrusel (pi-pi-pi-pi-pi, ¡¡¡golazo de Enrique Montero al Burgos en el Pizjuán!!!). Le llamábamos el enviado especial de José María García al “José del Cuvillo”, y se partía de risa. Celebraba los goles del Racing por anticipado, porque tenía la habilidad de verlos segundos antes de que el balón cruzara la línea de meta. Era como la moviola, pero al revés. A los jugadores visitantes que más patadas daban les recordaba siempre quiénes eran, de qué malditas tierras venían y a dónde los llevaría como siguieran repartiendo estopa. Cuando acababa el partido y el trío arbitral enfilaba el túnel de vestuarios, él los enfilaba también por las escaleras y les gritaba siempre lo mismo: “¡Sois como Don Cicuta y los dos Cicutillas, pero mucho más siesos!”. Y se volvía hacia la grada buscando el beneplácito de la afición.

Antonio Rodríguez Bruqué, Tonino de toda la vida de Dios y de Menesteo, era natural de Utrera. De joven, mientras cuidaba vacas, encontró en el campo una granada y la cogió sin pensárselo dos veces: le explotó en la cara dejándolo prácticamente ciego y con un brazo mutilado.

Se ganaba la vida vendiendo cupones de la ONCE. Iguales, se llamaban en sus inicios aquellos sellos de color celeste con el número de tres cifras impreso en rojo. Lo vendía los más pobres de entre los pobres, los inútiles, según la despiadada terminología de la época. Tonino era la ilusión pero también la bronca de todos los días. Cuentan quienes lo trataron que en las distancias cortas era un buen tipo. Que su carácter avinagrado y su humor de ogro se desactivaba cuando recibía cariño. Como debería haber desactivado la moviola del destino aquella maldita granada que le jodió el porvenir.

Tonino pregonó durante muchos años por las calles de El Puerto la buena suerte que a él le dio la espalda en la caprichosa lotería de la vida. Falleció el 22 de agosto de 1993. En una foto colgada en la web Gente del Puerto aparece con el número 13 estampado en las solapas de su chaqueta.

(Relato publicado en el libro "Del balón enamorado")

PARTIDO A PARTIDO

PARTIDO A PARTIDO

El viernes teníamos un desafío importantísimo entre barriadas, a las ocho y media de la noche, en la Fundación Alberti. El partido de la semana, esos que ahora se llaman el partido del siglo. Pero se ha vuelto a suspender. Ya nos pasó en marzo. Seis meses llevamos con la bolsa de deportes hecha, sin querer deshacerla, con el libro “Del balón enamorado” dentro, la zamarra del equipo de cada uno, el álbum de cromos de la Liga de la infancia, el video con los mejores goles de Estudio Estadio… Ojalá hubiera una moviola que nos retrotrajera al momento anterior al inicio de esta pesadilla. Es una frustración parecida a la que sentíamos de niños, cuando nos levantábamos ilusionados un sábado para jugar en un descampado cualquiera, y no hacía falta asomarse a la ventana. Tu madre, aquella recta Delegada de campo del equipo de casa, ya se encargaba de anunciarte que estaba cayendo el diluvio universal y que tocaba sesión de táctica y estrategia con los Juegos Reunidos Geyper.

Durante estos seis meses sin fútbol hemos comentado en la plazoleta del whatsap las jugadas y las jugarretas que nos han tocado vivir en este tiempo. Lloramos la muerte por el virus de Capón, aquel correoso lateral izquierdo del Atleti que parecía un revisor de RENFE. Y la de Benito, el bravo central del Madrid que desde que posaba para la prensa gráfica ya parecía estar diciéndole al delantero centro contrario “la que te ha caído, chaval”. Nos hemos deprimido viendo el peor fútbol del mundo: el de los estadios sin aficionados. Aunque también, no todo va a ser malo, hemos ganado y festejado el premio Agustín Merello, el Trofeo Carranza (del Carranza de entonces) del periodismo, con un golazo de falta, a lo Luis Aragonés, del capitán del equipo, Fernando Santiago. También escribimos, despacito, con buena letra y sin salirnos, la redacción que nos mandó el maestro de Lengua, “El partido de mi vida”.

Esperaremos a que escampe, no nos queda otra. Yo al menos no pienso deshacer la bolsa. Uno sigue del balón enamorado, aunque el balón de reglamento de la vida se nos haya pinchado y no haya manera por ahora de encontrar un parche y un bombillo que nos permita llenarlo. Lo arreglaremos en cuanto podamos. Lo importante ahora es que nadie se quede en el dique seco, que todos podamos volver a ir convocados. En El Puerto, por supuesto. El equipo de Joaquín, Enrique Montero, Zunzunegui, Carmelo, Ojeda, Antonio Arias, Abraham Paz, Iza Carcelén, Carlos Neva… No hay prisa. Partido a partido.

LA VOZ DE LAS VIOLETAS

LA VOZ DE LAS VIOLETAS

A primera hora de la mañana de un día como hoy de 1976, en Colina de Tres Montes (Zamora), un turismo se estrella contra un carro tirado por dos bueyes conducido por dos vecinos del pueblo. El carro circula sin luces por el margen de la carretera. En el vehículo, un Seat 124, viajan cuatro músicos que regresan de dar un concierto en Vigo. Dos de ellos mueren como consecuencia de la brutalidad del impacto: Carlos de la Iglesia, el batería, y Evangelina Sobredo, la solista.

La muerte de Cecilia, su nombre artístico, conmocionó al país. Tenía 27 años. Hija de una familia acomodada (su padre era militar y diplomático), a pesar de su ascendencia social y su juventud ya le había dado bastante trabajo a los censores franquistas. Algunas de sus canciones tuvo que rehacerlas. Otras incluso fueron eliminadas de sus discos. Su tema “Soldadito de plomo”, en el que criticaba al ejército, nunca vio la luz. En “Dama, dama”, tema que retrata con fina ironía y una sutil mala leche a las mujeres de la alta sociedad, es obligada a cambiar uno de sus versos. Donde canta “puntual cumplidora del tercer mandamiento, algún desliz inconexo”, ella había escrito “puntual cumplidora del tercer mandamiento, algún desliz en el sexto”. En su primera versión de “Mi querida España”, no decía “esta España mía, esta España nuestra”, sino “esta España viva, esta España muerta”, una crítica velada a las dos Españas de las que hablaba Antonio Machado.

En 1975 fue ella voluntariamente la que  le dio la vuelta a la canción “La llamada”. Se la había  escrito Juan Carlos Calderón para participar en el Festival de la OTI, pero no terminaba de convencerle. Le cambió hasta el título. Terminó llamándose “Amor de medianoche”, una balada romántica en la que criticaba las relaciones tóxicas de pareja. Quedó segunda. La acompañó en los coros la  portuense Mercedes Valimaña, más conocida como la “Macaria”, componente del trío "La, la, lá" que en 1968 ayudó a Massiel a ganar el Festival de Eurovisión. Cuenta nuestra genial y entrañable artista que acompañó a Cecilia en una gira que hicieron juntas por Puerto Rico. Congeniaron desde el principio: "Yo me reía mucho con ella, era muy gamberra, un encanto de persona y además muy asequible, muy maja y una cantante estupenda".

Pero fue su canción “Un millón de muertos”, en clara alusión a la Guerra Civil, la que le obligó a pasar por el Tribunal de Orden Público. Allí declaró que se trataba de un tema en el que se refería a la Guerra de los Seis Días, que vivió en Jordania con su familia cuando su padre estuvo allí destinado. Su desparpajo desconcertó al juez que le tomó declaración. La dejó en libertad sin cargos. La censura le obligó a cambiarle el nombre, que pasó a llamarse “Un millón de sueños”. Del resto no tocaron nada. Eso sí, lo catalogaron como un tema “no radiable” y durante un tiempo no se permitió que se pinchara en las emisoras.

Su canción más conocida, “Un ramito de violetas”, la escribió como un relato corto, un homenaje a James Joyce, uno de sus autores preferidos. Pero no quedó contenta y lo convirtió en un poema que ya es eterno. En el homenaje que le hicieron sus hermanos cuando se cumplieron 40 años de su muerte, aseguraron que si Cecilia viviera sería de los nuestros. Un tuitero escribió no hace mucho que sus canciones “habría que ponérselas tanto a los que gobiernan como a las que nos quieren gobernar”.

“No me propongo destino, no quito puestos a nadie, porque mi puesto es el aire, como el olor del buen vino”, dice una de las estrofas de  “Andar”. Y por ahí sigue, esa patriota hippy y contestataria, la ecologista violeta. Aire puro, espíritu libre, memoria viva que nos recuerda un futuro en el que caben nuestros sentimientos más nobles. Una de las nuestras.