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El blog de Pepe Mendoza

NUESTRO COLOSO EN LLAMAS

NUESTRO COLOSO EN LLAMAS

Entre las tres y las cuatro de la mañana del 23 de febrero, en la calle Luna esquina con San Bartolomé, un incendio de grandes proporciones levanta asustados a los vecinos. La ancha columna de humo negro se cuela por las ventanas de las casas adyacentes. Huele a madera quemada y se oye un estruendoso y continuo crepitar de tejas. Los bomberos y la policía municipal ya han sido avisados. Cuando llegan, contemplan la magnitud de la catástrofe. Las vigas de madera del techo del edificio prenden como fuegos artificiales, desplomándose sobre el suelo. Algunos residentes no pueden contener las lágrimas. Nuestro Teatro Principal, inaugurado en 1845, ya es polvo de estrellas, ceniza de sueños.

En la memoria del niño que fuimos, ese hecho luctuoso y criminal nunca sucedió. A las cuatro de la tarde de un domingo cualquiera, pasen los años que pasen, todos seguimos accediendo desde la calle al vestíbulo principal, en cuyas paredes se anuncian con carteleras y fotogramas la película de esa semana. A la derecha están las taquillas. En cuanto el acomodador nos rebaña las entradas, subimos las escaleras excitados, abriéndonos paso a empujones. Al frente hay otras dos escaleras de mármol. La más ancha, de escasa altura, nos conduce a un pasillo enlosado que nos lleva a las plateas, con seis sillas cada una. En el patio de butacas, ubicado entre el arco y el escenario, decenas de asientos descansan sobre una solería de pino. Detrás, lujosamente tallados, están los palcos. La segunda escalera, que parte del salón-recepción, da a la zona más modesta: la tertulia, con gradas que lucen frente al escenario; y el paraíso, llamado popularmente gallinero, desde donde los más gamberros arrojan lo primero que pillan sobre las cabezas de abajo que coronan las butacas.

El timbre nos anuncia que la sala va a ser tomada por una oscuridad de plomos fundidos. Suena la música metálica del NODO: ¡Noticiarios documentales cinematográficos, presenta...! Ruge el león de la Metro saludando a la muchachada, y rugimos los cientos de cachorros que esperamos ansiosos que de la pared grande de enfrente salga una aventura apasionante en la que ganen los buenos por goleada. Una historia de héroes que venguen las penurias de la semana. Dos horas más tarde, agotados y felices, salimos del cine con un relato que contaremos en casa y en la escuela. El domingo muere despacio, pero los buenos nos esperan para el siguiente. No hay quien pueda con ellos.

En la memoria del niño que con nosotros va, nuestro coloso en llamas puede incluso que saliera ardiendo. Pero el arquitecto de un gran edificio, interpretado por Paul Newman, y el jefe de bomberos, al que da vida Steve McQeen, trabajan a destajo para evitar la catástrofe. Ambos colocan explosivos en los gigantescos reservorios de agua ubicados en la azotea del inmueble. La fuerza de los chorros consigue apagar el fuego. Los protagonistas de El coloso en llamas, que a mediados de los 70 nos contaron allí mismo una historia parecida, y que conocen tan bien como nosotros el teatro, logran salvarlo entre el aplauso de una chavalería enardecida. No hay quien pueda con la fe de un niño.

El adulto que hoy somos, sin embargo, aún se sigue preguntando qué pasó realmente aquella madrugada. Si el suceso fue intencionado, quiénes fueron los responsables del incendio y si actuaron con fines especulativos. Nadie rindió cuentas, nadie fue condenado. En las películas de mayores, ya se sabe, los malos sí están acostumbrados a ganar. Durante las semanas posteriores a aquel desastre emocional, hubo quienes aseguraron que los fantasmas del Teatro se pasearon como almas en pena por la calle Luna. Que deambulaban, sin descansar en paz, rumor de memorias, ruido de escenas, por las esquinas del tiempo, por esos lugares comunitarios en los que forjamos sueños y esperanzas. Los más sobrados de imaginación cuentan que vieron haciendo cola en el carrillo de Severo a un niño con un gorro picudo, al que dio vida un señor mayor en un taller de carpintería. Reconocieron también a una bella heroína romántica, que ya nunca más volvió a pasar hambre, comprando en Ultramarinos La Giralda. Y a un señor, con un bigotillo famélico y acento mejicano, ¡a sus órdenes, jefe!, probándose unos zapatos negros en La Bota de Oro.

Yo fui agraciado unas semanas después del incendio con un viaje a Palma de Mallorca con todos los gastos pagados, un todo incluido en el Centro de Instrucción de Reclutas General Asensio. Aunque lo intenté de varias formas, no me dejaron renunciar al premio. Volví de permiso muchos meses después, la mañana del 8 de septiembre, último día de verano según el almanaque porteño. Al bajarme del tren, mientras volvía a pisar la ciudad con la que había soñado todas y cada una de las noches en las que estuve ausente, mi pueblo me pareció más hermoso que nunca. En el camino de vuelta a casa, en lugar de seguir la ruta más corta, elegí el camino del corazón. Subí por la calle Luna y, al llegar a la esquina con San Bartolomé, me busqué buscando a Pepito, que me miró sonriendo desde la cola en la que esperaba impaciente a que abrieran las puertas del Teatro de sus sueños. No hay quien pueda con los buenos, lo sabemos desde que entramos por primera vez, un domingo remoto a las cuatro de la tarde, en la sesión infantil de aquel templo laico.

Fue ya de mayores cuando aprendimos que es sobre todo en la derrota donde los buenos son invencibles.

LA AURORA

LA AURORA

Como la lluvia, la Navidad es una fiesta que siempre sucede en el pasado. Y en blanco y negro, para los que ya frisamos una edad. De aquellas pobres pero felices pascuas infantiles recuerdo mi primer viaje iniciático fuera del hogar. Yo debía tener seis o siete años. Anochecía en la calle San Sebastián. Aproveché que los mayores andaban en sus afanes y abrí con sigilo el portón de mi casa, la número 17. Con más cuidado aún lo cerré. Un niño en la calle. Fuera del nido. Solo. Recorrí, con temor y temblor, una distancia de apenas veinte metros. Crucé la acera y entré en el belén de la iglesia de la Aurora. No había nadie en la puerta. Nadie había tampoco contemplando aquel sagrado paisaje con figuras que eran más grandes que yo. Allí dentro, a resguardo de los rigores de la intemperie, con la luz reverberando entre amaneceres y noches cerradas, el susurro del agua de la fuente agrandaba la soledad y el silencio. Vuelvo a recrear aquel deslumbramiento y siento la punzada culpable y a la vez gozosa del recuerdo.

Las navidades de todas las etapas de mi vida constituyen mi patria emocional. Pero son las primeras las que me enseñaron para siempre que sólo desde la nobleza de unos ojos limpios se puede atisbar el infinito misterio de la existencia. Hay una alegría contagiosa en esas miradas infantiles recién inauguradas, que revitalizan, cada diciembre, la aburrida Navidad de los mayores en la que los ritos languidecen ante la costumbre. Miradas vírgenes que nos conducen gentilmente a aquel belén familiar de la infancia en torno al cual, en los patios de vecinos, al abrigo de una botella de anís y un barreño de pestiños, se cantaban villancicos celebrando la vida, ese sueño diminuto, bello y efímero. La vieja fiesta de la fraternidad en la que tantas buenas personas, con nombres, apellidos y motes, luchaban juntos por su supervivencia, haciendo de la calle o el barrio un lugar digno y habitable, el mejor de los lugares posibles.

Mas la infancia siempre acaba mal. Convirtiéndonos en adultos, una de las cosas peores que podemos ser, sobre todo después de haber sido niños. Y transfiguramos esos días sagrados en una feria de vanidades y mentiras en la que ya no pinta nada aquella familia de desgraciados que tuvo que cobijarse en un establo porque no había sitio para ellos en la posada. El niño crece y, paradójicamente, se va haciendo cada año más pequeño. Y verá los pastores cada vez más lejos. Y el devenir de la existencia le irá enseñando que los cielos no son siempre azules y despejados, ni las estrellas brillan todas las madrugadas.

Aún así, habrá que seguir creyendo y confiando en esas revelaciones infantiles que nos dejan en el rostro ese gesto que teníamos cuando leíamos tebeos. Conviene pues mirar, de vez en cuando, el misterio de Belén. Para sentirnos humanos, o sea, desvalidos y pobres. Juntos. Sobre todo juntos. Como aquellos dos niños clandestinos que cruzaron por primera vez sus miradas en el belén de la Aurora de la calle San Sebastián.

LA SEGUNDA BODA DE RAFAEL ALBERTI

LA SEGUNDA BODA DE RAFAEL ALBERTI

Nadie nos ha invitado. Ni tan siquiera nos hemos enterado del acontecimiento. Pero en El Puerto estamos de boda. La mañana del 13 de julio de 1990, Rafael Alberti Merello, de 87 años, vecino de El Puerto de Santa María, de profesión poeta, y María Asunción Mateo Puig, de 47 años, natural de Valencia, secretaria de su todavía novio, se suben a un coche que los lleva al Juzgado nº 3 de El Puerto de Santa María.

Él viste camisa floreada. Ella, un traje de chaqueta marrón. La familia de Rafael tampoco sabe nada sobre el enlace. Su sobrina María Teresa, que lo cuida desde su retorno a España, se entera por la prensa. Al diario El País le llega el día anterior la primicia y se pone en contacto con la novia, que desmiente la información. “Son rumores. Desde la muerte de María Teresa León todos nos quieren casar”. Rafael está viudo desde que en diciembre de 1988 murió María Teresa, su primera esposa, con la que tuvo una hija, Aitana. María Asunción es divorciada y tiene dos hijos de su anterior relación: David y Marta. El poeta había asegurado que no se volvería a casar.

Sólo cuatro invitados les acompañan en la ceremonia. Su amigo Carmelo Ciria, y los testigos, Lourdes Roselló, esposa de este, y el poeta Luis Muñoz Montero. También asiste Manuel González Piñedo, director de la Fundación Rafael Alberti. En el acto civil, oficiado por un juez, acompañado de un funcionario, no hay flores ni intercambios de alianzas. A la salida, los nuevos esposos se dirigen a la Iglesia Mayor Prioral a visitar a la Patrona. Desayunan café con churros en un bar cercano al templo. Carmelo Ciria se encarga de las fotos. Cuando se acaba el carrete, se dirige a un tienda cercana y elige la opción revelado en una hora.

Tras difundirse la noticia, el Ayuntamiento le pone un telegrama a los ya esposos. Periodistas de distintos medios de comunicación los esperan a las puertas del Hotel Puerto Bahía, donde la pareja se aloja. Llegan alrededor de las cinco de la tarde y salen por separado del coche, sin dar opción a ser retratados por primera vez juntos como marido y mujer. Algunos medios aseguran que la pareja ha vendido la exclusiva de la boda a una revista del corazón.

Poco tiempo después, su sobrina María Teresa le contó al poeta Benjamín Prado que a ella la boda le pilló en Italia, ocupándose del patrimonio de su tío. Cuando regresó a España, lo llamó por teléfono y este le dijo: “No quiero que vengas”. Al día siguiente, un notario acudió a su casa para exigirle que devolviera los poderes que Rafael le había otorgado. Beatriz Amposta, con la que el poeta tuvo una relación sentimental en Roma que acabó en 1981, declaró que siguieron siendo muy amigos después de la ruptura, que hablaban por teléfono todos los días. Pero que la última vez que conversaron, él le dijo: “No puedo llamarte más, me lo han prohibido”. Su hija Aitana, al recibir el último testamento de su padre, que había cambiado ocho veces, declaró: “Es un expolio y una burla”. Sólo le donó lo que le había regalado en vida a lo largo de los años. Cosas que, obviamente, ya le pertenecían.

Así que visto lo visto, y pensándolo bien, con ese mal rollo en la familia, menudo marrón hubiera sido que nos hubieran invitado al bodorrio. Porque además, ya lo han leído, la cosa estuvo cortita, un chocolate con churros y adiós muy buenas. A pesar de todo, tontos que somos, los portuenses les hicimos un regalo de categoría, del que también nos enteramos tarde: una casa en la Urbanización Las Viñas, con todos los gastos pagados. Ni que fuéramos el Conde de Osborne. Fue idea de nuestro alcalde de entonces, Juan Manuel Torres, y del equipo de gobierno del Ayuntamiento, en el que convivían juntos y revueltos el PSOE y el PP. Yo creo que con un buen detalle hubiéramos cumplido de sobra. Una gorra marinera chula de Náuticas Banderas, la tienda de José María Maiquez, para él. Y para ella, no sé, un caja registradora potente. O una contadora de billetes de última generación.

COMO SIEMPRE, SIN TARJETA

COMO SIEMPRE, SIN TARJETA

Hoy es 9 de noviembre, día en el que, como siempre, sin tarjeta, una señora casada recibía de un desconocido, que al final resultó ser su marido (pido perdón a los más jóvenes por el spoiler), un ramito de violetas.

La canción, como todas las de Cecilia, para mí la mejor cantautora que ha dado este país a pesar de que falleció a los 27 años en accidente de tráfico, es una crónica escrita y musicada con maestría. Una melodía profunda, una voz limpia que es la voz misma de la melancolía y un piano acompañado por una guitarra española. En la segunda mitad de la balada entran una sección de cuerdas y un acordeón que le da un aire aún más intimista.

Antes de convertirse en canción, Un ramito de violetas fue un cuento corto, pero Cecilia no quedó contenta con el resultado y las transformó en un poema al que posteriormente le añadió la música. Confieso que, pese a su deslumbrante belleza, el tema siempre me ha causado inquietud. Con el paso de los años, cada vez más. De romántica historia de amor, he pasado a escucharla con la sospecha del que intuye una relato sórdido que esconde un caso de maltrato. ¿Se puede ser feliz en el matrimonio siendo tu marido el mismo demonio? ¿Es posible estar enamorada de un tipo que nunca fue tierno? ¿Las anuales cartas llenas de poesía y el ramito de violetas eran un regalo envenenado para coger a su mujer en un renuncio y, de paso, ejercer su vocación de escritor doméstico que, hasta donde sabemos, solo ejercía una vez al año? ¿Más que ante la historia de una pareja enamorada no estaremos ante un marido maltratador y una víctima de violencia de género.
Cecilia, narradora omnisciente, lo sabe todo. En cambio, la heroína romántica de su canción, "no sabe nada, mira a su marido y luego calla". Mejor así. De haber descubierto quién era el insoportable poeta florido, es probable que las violetas y las cartas hubieran acabado para siempre con la ilusión de ser querida.
O quizás no. Igual el hombre era solo un malaje con buen corazón al que hay que absolver de todas las sospechas. Y echarle la culpa de ese mal rollo a la asfixiante dictadura de las rimas, matrimonio-demonio, que condicionan para siempre las canciones.

LORCA: EL CRIMEN FUE EN EL FALLA

LORCA: EL CRIMEN FUE EN EL FALLA

En junio de 1929, Federico García Lorca viajó a Nueva York, donde estuvo viviendo hasta febrero de 1930. Luego pasó tres meses en Cuba. Aquel año marcó para siempre los seis que le quedaban de vida. Contempló de primera mano el crac de la bolsa del 29, la mayor crisis económica y social conocida. Descubrió una sociedad que construía grandes rascacielos, pero que carecía de raíces profundas sobre las que asentarse. Y alucinó con la fuerza racial y la cultura negra. “Fue la experiencia más útil de toda mi vida”, declaró a la la vuelta. En la maleta traía el texto de Poeta en Nueva York, un libro deslumbrante, publicado en 1940, cuatro años después de su asesinato, que cambió el rumbo de la poesía latinoamericana del siglo XX.

El pasado miércoles, Alberto San Juan trajo a Cádiz “Lorca en Nueva York”, una fiel recreación de aquel viaje, basada en una conferencia que Federico impartió en la Residencia de Señoritas de Madrid. Acompañado por “La Banda”, tres músicos que regaron a ritmo de jazz y de salsa el sobrecogedor monólogo de San Juan, excelso en el papel del inmarcesible poeta granadino. “Impresionante por frío y por cruel es Wall Street. Llega el oro en ríos de todas las partes de la tierra y la muerte llega con él”.

Impresionante por fría y por cruel fue la actitud de algunos espectadores que aún no se han enterado que hay que silenciar el móvil cuando se entra en un cine, en un concierto o en un teatro. Al principio, San Juan tiró de ironía: "Es curioso, no me llama nadie por la mañana y por la noche me llama todo el mundo". Siguieron sonando esas armas de destrucción de la convivencia, y al actor, alucinado, sin perder nunca ni la educación ni la elegancia, se le fue acabando la paciencia. "Estamos en Nueva York, por favor, en 1929, joder, en plena gran depresión". Hasta que llegó el momento en el que ya no pudo más: "Yo entiendo que a veces es difícil encontrar las cosas en el bolso, yo lo entiendo todo, de verdad. Pero es que, por favor, llevamos una hora y cuarto de función y seguimos en las mismas". Una vergüenza. "La esclavitud dolorosa del hombre y la máquina junto", de la que habla Federico en Poeta en Nueva York. ¿Quién ha dicho que la gente que aprecia la cultura es educada, respetuosa y empática?

A la salida, me acordé de una columna que escribí hace años sobre las insoportables toses que se oían cada vez que había función en el teatro Pedro Muñoz Seca. Aquello parecía el sanatorio de tuberculosos en el que Thomas Mann se inspiró para escribir La Montaña Mágica. Y volví recordar lo que dijo Emilio Laguna en un teatro de Madrid, un día en el que, desesperado ante el ataque de un comando de talibanes del ejem, ejem que le estaban haciendo la actuación imposible, gritó desesperado a su compañero de escena: ¡Aquí viene la gente a morirse".

Al Falla el otro día, alguna gente fue, única y exclusivamente, a faltarle el respeto a Lorca, a Alberto San Juan, a la mayoría de los espectadores y al teatro. A profanar esos espacios sagrados en los que la vida fluye, bella e insondable, sin interferencias.

SEPTIEMBRE

SEPTIEMBRE

La vuelta al cole de las nuevas generaciones es también, cada año, la vuelta al cole de sus ascendientes. Septiembre sigue oliendo, por muchos años que pasen, a goma de borrar de nata, a pegamento Imedio, a rotuladores Carioca, a libros sin estrenar. Porque hay paraísos en la memoria en los que los días se persiguen y el viejo almanaque de Terry, prendido de una alcayata mohosa a la pared desconchada de la cocina, sigue marcando las fechas en las que se fijaron, sin orden ni concierto, nuestros primeros recuerdos. Cuando uno es niño lo es para toda la vida.

Uno crece y descuida compañías y lugares. Y es bueno regresar de vez en cuando a aquellos compañeros de clase, a aquellas mañanas límpidas, a aquellos escenarios por los que el tiempo se ha olvidado de pasar. La ventanita de la calle Cruces de camino a SAFA, el patio de recreo en el que aún seguimos celebrando la alegría de vivir, el Liberato de la calle Vicario, la sesión infantil de los domingos en el Teatro Principal...

De esos espacios sagrados, siempre se vuelve, se tenga la edad que se tenga, hecho un chaval. 

1995: EL VERANO QUE RESUCITARON EL GUADALETE Y LOS PECOS

1995: EL VERANO QUE RESUCITARON EL GUADALETE Y LOS PECOS

La noticia local más importante de aquel verano fue la resurrección del río que nos lleva. En las postrimerías del siglo pasado, la nueva batalla del Guadalete se dirimía en torno a su salubridad. Una comisión creada para recuperarlo trabajó a destajo hasta conseguir que el viejo Leteo dejara de ser un albañal pestilente y luciera su azul más limpio y cristalino en décadas. El primer domingo de julio hubo una fiesta en el canal, junto a la playa de La Puntilla, en la que se lanzaron 1.000 doradas, 500 robalos y 100 lenguados del Centro de Pemares, hoy El Toruño. Aquella celebración supuso un alto el fuego momentáneo en otra batalla histórica, esta vez ubicada en el margen derecho del río del olvido, entre dos enemigos íntimos: el alcalde Hernán Díaz y el ecologista Juan Clavero. Los dos contendientes sellaron con un beso el Armisticio del Canal, justo después de que el ecologista obsequiara al alcalde con un regalo por la colaboración municipal. Pero la tregua duró lo que tardaron los pescadores en acudir en masa al espigón a lanzar la caña, para sacar muchas de las especies repobladas y meterlas en su nevera portátil.

Metidos en un insomnio interminable pasaban los días los vecinos de la Plaza de Toros y del Paseo José Luis Tejada, que sufrían muy cerca de sus casas las noches de bohemia y botellón. La movida eligió esos dos barrios para montar su siniestro campamento de verano. Decenas de jóvenes aparcaban a diario sus coches en ambas explanadas, sacaban las bolsas de plástico con las bebidas espirituosas y ponían el radiocasete Pionner a toda pastilla para que sonaran los éxitos del momento: La Milonga del marinero y el capitán, de Los Rodríguez; Entre mis recuerdos, de Luz Casal; La fuerza del corazón, de Alejandro Sanz… O Ruido, que parecía que había sido compuesta expresamente por Sabina para la ocasión. “Mucho, mucho ruido. Ruido de tijeras, ruido de escaleras que se acaban por bajar”. Ya bien entrada la madrugada, las tribus de contaminadores orgánicos y acústicos se trasladaban a los pubs de la Plaza de la Herrería y al Bar El Reloj, esquina de calle Cruces y San Sebastián. El gerente del Bar Liba, Francisco Rodríguez Sánchez, se quejaba de que solo algunos hosteleros hicieran el agosto: “Hay demasiados bares para tan poco público”. Para tan poco público y tan tieso, pues aún sufríamos las consecuencias de la gran crisis económica de 1993.

Un viejo proletario del lugar, que trabajó muchos años de camarero en un bar ubicado en lo que hoy es la Costa Oeste, recuerda que en la década de los 50 los jóvenes de clase media-alta pasaban el verano jugando al tenis en la playa de Vistahermosa y, de vez en cuando, organizando excursiones en bicicleta o en burro a Fuentebravía. Bailar no se podía, ni pegados ni sin pegar. El cardenal Segura proclamó en la ciudad la prohibición moral del baile desde finales de la década de los 30 hasta 1957, año en el que murió. Pero no se apuren, que los guateques estaban a la vuelta de la esquina y las nuevas generaciones iban a vengar la inútil represión sobre los cuerpos que encabezó ese cura con galones tan esaborío.

A mediados de julio se celebró una corrida y una novillada a plaza partida. Hicieron el paseíllo los diestros Currillo, Óscar Higares y Víctor Puerto, y los novilleros José Luis Moreno, Conrado Gil Belmonte y Víctor Manuel. Yo de pequeño fui a una lidia de esas con mi padre y terminé con tortícolis. Aquello era un lío del copón. Miraba siempre a la mitad de la plaza en la que menos cosas sucedían. “¿Has visto qué buen par de banderillas ha puesto el subalterno que va de tabaco y oro?”, me preguntaba mi padre. “No, estaba mirando en la otra mitad al pobre caballo asfixiado que está debajo del picador gordo”, le contestaba yo para su desesperación.

En agosto, se inauguró Parkilandia, que se convirtió en el recinto estrella de celebraciones de los cumpleaños de los niños nacidos en los 90. Muchas parejas que hoy pasamos de los 50 nos dejamos una pasta en aquel parque infantil para que nuestros hijos y una legión de amiguitos se espatarraran en los castillos y toboganes inflables, en el tren eléctrico, en el circuito de motos, en las camas elásticas y en los balancines. Mi hijos, tan generosos siempre, además de a sus primos, a sus vecinos, a sus compañeros de la clase y de las actividades extraescolares, todos los años preguntaban por qué no podían invitar también a sus profesores, a las madres del AMPA y a los personajes de la Banda del Sur, de la que eran socios. Sobre todo a su favorito, Desastre, el vecino malvado que interpretaba nuestro paisano, el gran Juanjo Macías.

El final del verano llegó, como todos los veranos en El Puerto desde que nuestra Patrona ampara los destinos de este pueblo de arrumbadores y marineros, después del día de las Milagros. Pero en 1995, el 10 de septiembre aún seguíamos de fiesta, disfrutando de la Velada que se celebraba en el Parque de la Victoria. Hasta allí llegaron esa noche, en un BMW rojo, dos muchachos madrileños, uno rubio y otro moreno, con las corbatas desajustadas y las poses lánguidas, con pinta de no haber pisado una playa en su vida. Los esperaban más de 4.000 personas, la inmensa mayoría mujeres ya treintañeras, dispuestas a rememorar ternuras y amores inolvidables: aquel novio primero, el primer beso, los posters de sus ídolos con los que vestían las paredes de sus dormitorios y las carpetas del colegio, Aplauso, el Club 2000, el Tharsis... Solo tengo recuerdos de un pasado feliz, solo tengo añoranzas en mi mente de ti, vuelve aquí…

Francisco Javier y Pedro José Herrero Pozo eran Los Pecos. Pedro, el moreno, hizo la instrucción de la mili en Camposoto, con mi primo Andrés. Rapado, delgadísimo y desparejado, los reclutas más machotes no entendían como aquel tío que era la antítesis del soldadito español, soldadito valiente, podía alimentar las fantasías eróticas de cientos de miles de adolescentes. Los Pecos abrieron el concierto con canciones de su último trabajo, Pensando en ti. Comenzaron con Sara y Luna, que solo sonaban en el despacho de su discográfica y en el tocadiscos de su madre. Los nuevos temas no cuajaron entre aquel público tan fiel y las chicas empezaron a abrir la boca, pero esta vez no a golpe de chillido, sino de bostezo. Javier y Pedro se dieron cuenta de que si seguían por ese LP terminarían roncando hasta los patos del estanque del Parque de la Victoria. Así que volvieron a sus temas de siempre: Esperanzas, Acordes, Háblame de ti, Guitarra… Fue, como la del Guadalete, una resurrección en toda regla. Los fans, ya se sabe, son reacios a las novedades, y solo encienden los mecheros evocando el pasado bello y efímero que no volverá.

Como aquel verano de 1995, en el que el río del olvido volvió a ser un río memorable.

 

TODAS QUERÍAN UN HIJO SUY0

TODAS QUERÍAN UN HIJO SUY0

El señor de la foto con pinta de tendero hacendoso vino a España en noviembre de 1976. Apenas llevaba unas horas entre nosotros cuando tuvo que salir corriendo de unos grandes almacenes y esconderse en una comisaría. No huía de los cuñaos racistas de toda la vida de la dictadura, la transición y la democracia, sino de “centenares de jovencitas que presas de la histeria más desaforada destrozaron cuanto hallaron a su paso en un intento de acercarse al ídolo televisivo”. Mientras gritaban ¡queremos un hijo tuyo!, con un descaro impropio de la época, la seguridad del centro comercial le ordenó a aquel deseadísimo padre que se fuera con su guapura a otra parte. No estaba el edificio preparado para aguantar el peso de tanta gente y había riesgo de hundimiento. También la moral sexual del nacionalcatolicismo empezaba a amenazar ruina. Cuando llegó a la comisaría, el Tigre de Malasia parecía un gatito de Angora.

Los que pasáis de los 50, ya sabéis desde el títular de quién hablo. Y, no me digáis que no, estáis tarareando justo ahora la sintonía de la serie: ¡Sandokan, Sandokan, luce el sol que la fuerza me da, Sandokan, Sandokan, nanana, nanana, nanana! Yo solo me aprendí el primer verso. Con este oído privilegiado que tengo, me di cuenta enseguida que el nanana maridaba mejor con el nombre y con las escenas de acción  del protagonista.
 Kabir Bedi tiene 77 años. Ha vuelto a España a para promocionar su biografía: "Historias que debo contar" (seguro que no las cuenta todas). Es probable que haya sustituido el turbante por una almohada especial para las cervicales, pero aún conserva aquella mirada felina que alimentaba las fantasías de sus millones de fans. Aunque, como cantaba el gran Pablo Milanés, ni Sandokan se libra, el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos. Sandokan, Sandokan, nanana, nanana, nanana...

UN RUMOR DE MEMORIAS

UN RUMOR DE MEMORIAS

Permanece aún en el aire la mirada alucinada de aquel héroe troyano entrando con su tripulación por la desembocadura del Guadalete, instantes antes de darle su nombre a la ciudad que acababa de descubrir, la más hermosa del mundo: Puerto de Menesteo.

Perdura todavía la sangre derramada por visigodos, musulmanes y cristianos en las aguas del Río del Olvido. Los pasos perdidos de Cristóbal Colón por el barrio alto a la búsqueda de financiación para su viaje al Nuevo Mundo. La traición de Fernando VII, el rey felón, derogando una mañana de mayo en una casa de la calle Larga la Constitución de 1812. No ha borrado el tiempo ni el viento de levante las palabras luminosas que encendían las tertulias de los ilustrados del XVIII. Ni la esperanza de los rostros de los hombres que sacaron a la caída de la tarde al balcón de la Plaza Peral la bandera tricolor aquel 14 de abril de 1931. Ni el sufrimiento ni los gritos de dolores no amortajados que aún salen del Penal, aquel pudridero de hombres.

Aún huele a sudor y a fatiga de pobre en el muelle y en las bodegas en las que marineros y arrumbadores siguen cumpliendo con las dignidades del trabajo. Continúan en el aire las voces y los ecos de los patios de vecinos, aquel mundo lento, humilde y decente en el que las horas tardaban días en pasar. El olor a sol y a jabón de la ropa tendida. Los cierros y los balcones en los que aprendimos a mirar el mundo. Las mujeres con los ojos en la costura y los oídos en la radio escuchando la novela en aquellas casas viejas en las que aún quedan vestigios de quienes las vivieron.

Suena, como un rumor de memorias, el ruido y las voces en los viejos bares en los que los paisanos y el tiempo se bebían a chicas las vendimias de la vida. La música metálica del afilador. El palique elegante y persuasivo del turronero. La letanía esperanzada del ciego de los iguales para hoy. Los pasos cansados del Sereno guiando al penúltimo noctámbulo rezagado. 

Todo empezó, al menos eso cuenta la leyenda, con aquella mirada alucinada del héroe troyano al que le faltaron ojos para contemplar la belleza de la ciudad que acababa de descubrir, la más hermosa del mundo. Esa belleza todavía permanece. Como Menesteo, solo hay que saber mirar.   

SIGLOS DE FINO Y DE ROSAS

SIGLOS DE FINO Y DE ROSAS

Dicen los historiadores que la feria de El Puerto nació en 1281, año en el que el Rey Alfonso X, tras el otorgamiento de la Carta Puebla, concedió a la ciudad la celebración de dos ferias anuales. Hay papeles que lo certifican, y no seré yo el que lo ponga en duda, que de otra cosa no entenderé pero de historia medieval menos. La web Gente del Puerto, esa página en la que busques lo que busques siempre sale Luis Suárez, el jurista calé que es como Google pero mucho más completo (nuestro ilustrado vecino te devuelve siempre las consultas en papel de oficio, inmaculadamente escritas y con una adenda de flamenco), hay una completa información sobre el año en el que dejamos de ser los de Alcanate y aparecimos en los mapas con el nombre de Gran Puerto de Santa María.

Sin intentar enmendar la historia, le cuesta a uno, veterano festero todavía en activo, hacerse a la idea de que mucho antes de aquel acta fundacional, la peña no celebrara con la llegada del buen tiempo el milagro de estar vivo, aunque fuera a la intemperie y sin frigorífico. ¿Ni una humilde preferia hubo en la prehistoria? No me lo creo: de toda la vida de Dios y de Menesteo, este pueblo de arboledas perdidas y pasiones encontradas ha necesitado llegar por el dolor a la alegría. Porque, terminado el durísimo invierno, ¿no se iban a tomar nuestros primeros picapiedras coquineros tres o cuatro para celebrar la entrada del calorcito? ¿Cómo no pensar que se juntaban para beber y bailar alguna danza rara en las cuevas, aquellas primeras casetas de feria que precedieron a la mítica Tierra, Mar y Vino? No hubiéramos sobrevivido ni como especie ni como pueblo de no haber sido por esta fiesta fraterna de los sentidos.

Pasa la vida, pasan los milenios y, al final, lo que nos vamos a llevar son estos ratitos de esplendor en la feria y en la vida. Del “Yaba daba du” al “Sueña la margarita con ser Romerijo”, hay una infinidad de conversaciones agradables a pie de albero, millones de cuerpos bailando y fundiéndose en otros cuerpos nuevos, multitud de borracheras graciosas y una nostalgia de fino y de rosas más grande que el Gran Puerto de Santa María.

UN CHISPAZO DE ETERNIDAD

UN CHISPAZO DE ETERNIDAD

 

Ayer, hojeando algunas de las columnas que tengo recortadas de esa enciclopedia con alma que era Luis Suárez Ávila, me encontré con una de 2010 en la que lamentaba la pérdida casi simultánea de dos buenos amigos. Decía que en El Puerto había mucha gente, pero que se estaba quedando solo. Y que "cada vez hay menos personas a las que preguntar cualquier cosa". Lo decía él, que ha sido uno de los "contestadores" portuenses más populares y de mayor prestigio.

En la tarde del pasado viernes, 14 de abril, en este pueblo de arboledas perdidas y pasiones encontradas, un chispazo de eternidad hizo saltar los plomos comunitarios. La avería en el contador de la luz, de las ideas y de la buena vecindad es gorda. Tardará mucho en nacer, si que es nace, un portuense tan claro, tan culto, tan flamenco.

LOS MILAGROS DE LA SANIDAD PÚBLICA

LOS MILAGROS DE LA SANIDAD PÚBLICA

Amanece el martes 28 de marzo, día en el que los japoneses celebran el Hanami, tradición que consiste en acudir a jardines y parques a admirar la belleza de los cerezos en flor. Tras una noche larga entre el sueño y la vigilia, tres parejas españolas de tres capitales distintas se dirigen a sus hospitales de referencia. A cada una de ellas las recibe un equipo de profesionales sanitarios que van a realizar un triple trasplante cruzado de riñón. Mejorar sustancialmente la calidad de vida de las personas, sin tener en cuenta sus posibilidades económicas, son rutinas extraordinarias que se dan a diario en los hospitales de este país y que no solemos advertir ni valorar lo suficiente. El progreso científico y la justicia social de la sanidad pública no deberían ponerse nunca en cuestión: sin un sistema de salud público y universal, los avances de la ciencia solo favorecerían a quienes pueden pagarlo, que son siempre una minoría.

A las ocho en punto de la mañana (la sincronía al minuto es imprescindible para el éxito de las operaciones) los tres donantes de cada una de las ciudades entran en quirófano. Las intervenciones se realizan por laparoscopia: basta una pequeña incisión para extraer el órgano. Antes de que los doctores finalicen su trabajo, los riñones son introducidos en una ambulancia que se dirigirá al aeropuerto, donde un vuelo regular los llevara a la ciudad de destino. En una de ellas, un monumental atasco en la carretera pone en peligro la llegada puntual de la ambulancia al pie del avión. La policía le abre paso y avisa a la torre de control que el avión que está a punto de despegar debe esperar obligatoriamente la llegada del órgano que se va a trasplantar.

Con los tres riñones ya en los hospitales de destino, a las cuatro de la tarde comienzan las intervenciones de las tres personas receptoras, que finalizarán sobre las ocho (los tres donantes hacen ya tiempo que han pasado a planta). La intervención consiste en conectar el nuevo a los dos que ya existen. La persona receptora vivirá el resto de su vida con tres riñones. A los trasplantados se les bajan las defensas para evitar el rechazo, así que pasarán un mínimo de 24 horas en la UCI y, posteriormente, cuatro días en aislamiento para evitar infecciones. Cuando las nuevas conducciones cicatricen y los médicos comprueben que filtran bien, se estima que en 10 o 12 días estarán en su casa.

Por cuestiones de confidencialidad y de protección de datos, no se pueden hacer públicas las ciudades que han intervenido en este trasplante cruzado. Pero cada familia sí puede contar su historia de salvación con nombre y apellidos. Y yo he venido aquí a hablar de la mía, de los míos. Mi cuñada Milagros Ramos Ruiz, tras cumplir el protocolo obligatorio de 5 años de espera de su tratamiento por una mastectomía, pasó a la lista de espera para el trasplante. Como ninguno de los dos le funcionaba correctamente, lleva años dializándose. Su marido, Juan Luis Arévalo Espinosa, se ofreció como donante, pero las pruebas médicas revelaron que no eran compatibles. Al fallar el plan A (la donación directa), los doctores le propusieron el trasplante cruzado, que consiste en que otras familias también incompatibles entre ellas intercambian sus órganos con personas de ciudades distintas.

A simple vista, todo parece muy sencillo. Pero es un trabajo ímprobo que hay que diseñar y ejecutar con la precisión de un relojero antiguo. Han sido muchísimos los estudios para buscar compatibilidades. Entre ellos, el de certificar que Juan Luis puede funcionar con un solo riñón. Los dos han pasado por un Comité Ético (el abogado del hospital y un psicólogo). Así mismo, por un Comité de Trasplante, que emitió informes que fueron entregados a un Juez, que es quien en última instancia autoriza el intercambio de órganos. Y ya con todos los papeles en regla, comienza la obra de orfebrería fina por parte de todos el personal implicado: coordinadores, urólogos, nefrólogos, anestesistas, enfermeras, auxiliares, celadores…

Ahora que la Sanidad Pública y sus profesionales están siendo sometidos a un desprestigio infame por parte de aquellos que buscan su privatización y, por tanto, el beneficio privado en detrimento de los derechos comunitarios, es justo y necesario contar la excelencia y el compromiso abnegado con el que trabajan los sanitarios de este país. Sin un sistema público de cuidados, es más que probable que Milagros y las otras dos personas que a partir de ahora tendrán una vida más saludable y, por lo tanto más feliz, no hubiera podido llevarse a cabo.

Pronto los seis podrán pasear juntos, con pausas y sin prisas, liberados ya por fin de la dictadura espacio temporal de la diálisis. Nosotros celebraremos, cada 28 de marzo, mientras los japoneses contemplan extasiados la belleza conmovedora de los cerezos en flor, el milagro, también hacia la luz y hacia la vida, que sucedió en el hospital público Puerta del Mar.

FOFÓ CUMPLE CIEN AÑOS

FOFÓ CUMPLE CIEN AÑOS

Fofó, el payaso que cada vez que nos veía se interesaba en saber cómo estábamos y nos trataba de usted, cumple hoy 100 años. También los hubiera cumplido un señor de Murcia llamado Alfonso Aragón Bermúdez, de no haber muerto, a la temprana edad de 53 años, de hepatitis B, a causa de las transfusiones de sangre que recibió durante una exitosa intervención quirúrgica para extirparle un tumor cerebral benigno.

Fofó y Alfonso era dos tipos requetefinos, medio chiflaos, casi divinos, disparataos, sin bien el segundo solo hacía el payaso en la intimidad. Durante muchos años, los niños creímos que el que falleció aquel 22 de junio de 1976, el último día de colegio antes de las vacaciones, fue Fofó. Mis amigos y yo nos enfadamos muchos con sus hermanos cuando aparecieron días después y Gaby nos contó la trola de que seguía vivo, que el que se había ido al cielo a jugar con un montón de niños que lo estaban esperando con los brazos y las risas abiertas era Alfonso, un señor al que no conocíamos de nada. ¡Vaya mentira, mentira, mentira es!, pensé yo entonces, tatareando uno de los estribillos de una de las canciones que entonaban después de la aventura. A mí no me engañaban como a los niños chicos. Muchos años después, supimos que el payaso más serio tenía razón. Hace falta media vida para entender cosas que suceden en un instante.

Al entierro del tal Alfonso, que lloramos como si hubiera sido el de Fofó, lo que es no saber, asistieron miles de personas que colapsaron las calles de Madrid camino del cementerio.

A la fiesta del centenario de Fofó, peluca rubia despeinada, bombín rojo con una cinta negra en la base, nariz color carne (para no asustar) y camiseta roja XXL estamos todos invitados. De lo del color del atuendo también nos enteramos más tarde. Yo, cuando en casa sustituimos el viejo General Eléctrica Española por un Telefunken Palcolor.

Había una vez un circo que alegraba siempre el corazón. Y un payaso maravilloso y eterno que sigue hecho un chaval. Como nosotros cada vez que lo vemos y oímos en aquella vieja casa de vecinos, los ojos clavados como chinchetas en la tele, la merienda entre las manos, la risa suelta, la maleta arrumbada en el suelo.

Seguimos estando, querido Fofó, más o menos bien, con los achaques propios de la edad. Algunos, ya, donde tenemos tres pelos no es en la barba sino en la cabeza.

M DE MIERDA, DE MENOR, DE MIGRANTE, DE MORO, DE MENA

M DE MIERDA, DE MENOR, DE MIGRANTE, DE MORO, DE MENA

 

Ayer fue presentado en Madrid "M", el sobrecogedor documental de la Diputación Provincial de Cádiz sobre la inmigración. M de mierda, de menor, de migrante, de moro, de mena... El trabajo, con guion del periodista Nicolás Castellano y la producción ejecutiva de Fernando Santiago relata las experiencias de menores migrantes no acompañados tras su llegada a España de manera irregular.

Estaría bien instaurar, para aquellos a los que solo les importa la vida de los no nacidos, medidas antirracistas y de defensa de la dignidad de los desposeídos. Que los talibanes de la aporofobia sean obligados a escuchar el latido del corazón de los niños que viajan en patera. Que los que los votan tengan una ecografía en 4D (D de dolor, de devastado, de desnutrido, de desubicado) del miedo que les paraliza desde que llegan. Y que todos los psicópatas sociales sean sometidos a una urgente y larga terapia de humanidad que rebaje los niveles de podredumbre moral en los que viven.

¡NIÑA, LAS CRÓNICAS COQUINERAS!

¡NIÑA, LAS CRÓNICAS COQUINERAS!

 

¿Harto de deambular por los centros comerciales como Arrimadas por Ciudadanos, buscando un regalo que será carne de Wallapop el 6 de enero por la tarde? ¿Cansada de navegar por Internet, con menos entusiasmo que Beardo en los plenos, sin encontrar un detalle para ese amigo invisible al que, como su propio adjetivo indica, no puedes ni ver? ¿Aún no tienes nada para tu pareja y temes que sin un buen detalle navideño tu relación termine como la de Isabel Preysler y Vargas Llosa? ¿Aburrido y desesperado, como todos los años por estas fechas, y con menos ganas de comprar que Froilán de trabajar?

Hazte ya con "Aquellos días azules. Crónicas coquineras 1976-2000)", la casa de vecinos construida con papel, engrudo y crónicas en la que tus familiares y amigos merecen quedarse a vivir unos días. Desde su azotea podréis contemplar el paisaje y el paisanaje de El Puerto del último cuarto del siglo XX. El Papi, Los Majaras, la Macaria, Emilio Flor, Manolo Morillo, Rafael Alberti, José Luis Tejada, Diego Ruiz Mata, Javier Ruibal, Joaquín, Los Cucas y muchos ilustres vecinos más saldrán a tu encuentro para alegrarte la lectura, la memoria y la vida. Entrarás de nuevo en el Teatro Principal, en la antigua estación de trenes, en las Dunas de San Antón, en el Motel Caballo Blanco, en el Club Mediterráneo, en Tierra, mar y vino, en la Cervecería El Puerto, en el Liberato, en la Casa de las Cadenas, en el Cine Macario, en la discoteca Galaxia… Para que no te olvides de qué barrio, de qué playa, de qué cine, de qué arboleda perdida venimos.

Libro, dedicatoria y entrega en mano por el módico precio de 12 euros. Ya lo dice la copla: Mejor quisiera estar muerto/que verme pa toa la via/ sin Aquellos días azules/ fino humor, pura alegría.

EMILIO FLOR, UNO DE LOS NUESTROS

EMILIO FLOR, UNO DE LOS NUESTROS

 

Ayer nos sentimos divinos de la vida en el pleno municipal en el que nuestro amigo Emilio Flor recibió la medalla de oro de la ciudad. También fueron agraciados con la distinción de buenos vecinos, el futbolista Joaquín, las Hermanas Carmelitas, las empresas Osborne y Romerijo, y Linda Randell, a título póstumo, fundadora de El Centro Inglés.

En realidad, yo llevo 40 años sintiéndome divino de la vida al lado de Emilio Flor. Porque este amigo íntimo de Balbo El Menor es uno más de una enorme pandilla de portuenses cuyo objetivo fundamental es que todos disfrutemos juntos del chispazo de luz en una infinita eternidad de sombras al que llamamos vivir. Para crear una pandilla tan fantástica hace falta conocimiento, habilidad, tiempo, dedicación y empatía, toneladas ingentes de empatía. Pero por encima de todo, ser tutor del bienestar de todos es un acto de infinita generosidad.

Profesor de latín, teatrero, futbolista (de los pocos futbolistas del mundo que le han marcado un penalty a Íribar), conferenciante, guía turístico, cuidador de enfermos... Mas hay algo todavía más importante que todo esto: ser de nuestra calle, de nuestro instituto, de nuestro equipo de fútbol, de nuestro grupo de teatro. Ser de los plebeyos proletarios. Ser uno de los nuestros.

¡SA-NI-DAD PÚ-BLI-CA!

¡SA-NI-DAD  PÚ-BLI-CA!

 

Para mi, la mayor ventaja de la sanidad pública es que no hay enfermo, por muy pobre que sea, que no reciba el mismo tratamiento terapéutico que aquellos que gozan de una posición social más desahogada. Creer e invertir en ella es apostar por un modelo en el que nos igualamos todos, en el que nadie es más que nadie. No tengo nada en contra de la existencia de la sanidad privada, pero esta se basa en un principio de rentabilidad, no de solidaridad. Todos tenemos experiencias de cómo se las gasta a la hora de aceptar la cobertura de determinados colectivos maltratados por una enfermedad.

Según todas las encuestas, la sanidad pública es una de las las principales preocupaciones de los ciudadanos. No parece que los gobiernos autonómicos, que son los que tienen la competencia, se tomen en serio esta pata imprescindible, junto a la educación y demás servicios asistenciales, del estado de bienestar. No parece tampoco que los mismos gobiernos valoren la profesionalidad y el esfuerzo titánico diario de los profesionales sanitarios. Así que habrá que defenderla con uñas y dientes. Nos va la vida en ello.

NOS PERSIGUEN

NOS PERSIGUEN

Sábado por la noche. "Necesito unos tenis" (para la Generación Z, unas zapatillas de deporte), suelto en casa invocando con antelación el espíritu de los Magos de Oriente. Sin solución de continuidad, signifique eso lo que signifique, abro el móvil para leer un artículo que tengo pendiente. Entre párrafo y párrafo, aparecen fotos de la Nike Revolution 6, la Adidas EQ21 Run, la New Balance Fresh Foam, la Asics Gel Sonoma 6 y una cuantas más con nombres todavía más largos.

Desde entonces, leer en el móvil se ha vuelto imposible. Las zapatillas ya salen detrás de cada punto y seguido. Implorando la compasión del menda que está detrás de la pantalla grabándonos hasta los silencios, he pensado probar con varios conjuros. 1. Soy discípulo del Baba (nuestro vecino del barrio alto que se pasó la vida pisando el suelo sin intermediarios). 2. No me siento las piernas (con la voz del personaje que caricaturizaba a Rambo en "Esta noche cruzamos el Mississippi"). 3. Correr es de cobardes (como dijo Rogelio, aquel fino centrocampista del Betis que jugaba andando). Y una de cosecha propia: 4. Todavía tengo unas Tórtolas que me compré a finales de los 70 que me han salido buenísimas". Pero igual es peor el remedio que la enfermedad. Lo mismo me inunden el móvil con publicidad de pañuelos, cruceros por el río americano más cinéfilo, muebles de Rogelio Gurrea y cacerías organizadas por la patronal de los cotos, respectivamente. O todo a la vez. Y yo solo necesito unos tenis.

Los paranoicos tenemos razón. Nos persiguen.

¡MARÍA, BAJA, QUE ESTÁ AQUÍ EL DE GÜENDOLINE!

¡MARÍA, BAJA, QUE ESTÁ AQUÍ EL DE GÜENDOLINE!

La mañana del viernes once de agosto de 1989, la vida no sigue igual en el Barrio Alto. A la altura de Ultramarinos La Giralda, un vecino le asegura a otro que acaba de ver a Julio Iglesias mirando unos náuticos en el escaparate de La Bota de Oro. El otro, que sabe que el madrileño canta esa noche en la Plaza de Toros, no se sorprende. Qué tiene de extraordinario que un señor que se olvidó de vivir de tanto correr por la vida sin freno, atienda cuestiones menos trascendentes, más prosaicas. Comprarse a última hora unos zapatos para el concierto, por ejemplo.

Las redes sociales de la época, más primarias pero también más humanas que las de ahora, echan humo. La noticia corre de puerta en puerta, de balcón en balcón, de patio de vecinos en patio de vecinos. Los nativos del  centro se echan a la calle a buscarlo, hasta dar con él. “¿Ese es el que era el marido de la china, verdad, muchacha?, que no me sale su nombre ahora”. “¡Manuela, baja, que está aquí el de güendoline!” “¡Qué negro está, joé! Si parece Basilio, el que le cantaba a dos cisnes a la vez, uno que tenía el cuello blanco y otro que tenía el cuello negro, pobrecito”.

Julio luce unas gafas negras de sol, camisa blanca, chaqueta azul, vaqueros gastados y unos castellanos que brillan como el día de la Ascensión. Antes de salir, se ha vaciado en el pelo un camión de los de Nimo de Patrico. Pasea por el centro como el dandi que es: sonríe, posa para las fotos, saluda a los paisanos que se han echado a la calle para pedirle mil duros, dos entradas, las gafas, la chaqueta, un autógrafo… Pero no dice ni mu. “No habla para no gastar la voz de gorrión que tiene antes del concierto, no como el Pelajigo, que tiene un gallo en la garganta”, suelta una fan del contralto de Los Majaras. Una señora con alma de vigía reclama su protagonismo en el avistamiento: “Yo lo vi primera que nadie en el Bar Vicente, zambullendo una legión de churros de la Charo en un café triple en el que no hacían pie. Cuando terminó, se rascó la barriga como en las actuaciones, pero esta vez en vez de jey soltó un eructo que parecía la bocina del Vapor”.

De repente, a Manuela, que lo sabe todo sobre su ídolo y está convencida de que la canción que lleva su nombre la escribió para ella, le da en la nariz que ese tío no es Julio. Lo ha descubierto cuando un admirador le ha pedido una foto y él se ha perfilado enseñando su lado malo, el izquierdo, lo que para Manuela es una prueba irrefutable de que tiene delante a un impostor. Una aficionada a la sociología dental alega que supo que no era Julio cuando al reírse vio que le faltaban un par de piños en la boca “y los ricos no tienen ese mierda de dentadura”.

Julio Iglesias no es exactamente Julio Iglesias, sino un vecino de El Puerto que se le parece bastante y ejerce desde hace tiempo de doble del cantante. Cuando se descubre el pastel, algunas mujeres se enfadan y le cantan las cuarenta, cada una a su manera, como Frank Sinatra. El estribillo, eso sí, es coral: “Más quisiera tú, pisha”. Un cuarentón, con una barriga patrocinada por Cruzcampo, sentencia: “Por eso no soltaba prenda, para que no lo pilláramos hablando con acento de la calle Ganao”.

El verdadero Julio Iglesias está a diez minutos del de mentira, alojado en un hotel del centro de la ciudad. A esas horas, puede que continúe  todavía en horizontal, pero ya dormido y solo, después de una noche loca practicando su afición favorita. Es probable que se levante a la hora del almuerzo sin poderse ni mover, como la baldaita de la sevillana. Es posible también que el truhán y el señor que ama la vida y ama el amor pregunte dónde puñetas está. Alguien de su entorno le contestará que en El Puerto de Santa María, la ciudad de los cien palacios y una gran densidad de famosos por metro cuadrado, indicador que iba a multiplicarse exponencialmente durante la década de los 90. Ese verano también nos visitaron Isabel Pantoja, Rocío Jurado, Rocío Dúrcal, Carlos Solchaga, Ruiz Mateos, Raphael, Matías Prats (padre), José Luis Perales, Fernando Falcó y Fernández de Córdoba...

Al día siguiente, las crónicas contaron que el concierto, al que acudieron más de 20.000 personas, defraudó a sus incondicionales, que pagaron la entrada más barata a 3.500 pesetas y la más cara a 12.000. Aunque la actuación duró más de dos horas, Julito jamás se sintió a gusto en el escenario. El mentón derecho, eso sí, lució espectacular. Y la barriga se la rascó feliz y satisfecho, como si verdaderamente hubiera sido él y no su doble el que se hubiera zampado el papelón de churros de la Charo.  Pero se le notó cansado, muy cansado, a saber cuántos hijos hizo antes de tirar para la plaza. Una fan declaró a la salida: “Es muy grande y se lo perdono todo, pero últimamente suena mejor en sus discos”.

Tras la actuación, el artista que más vinilos había vendido hasta la fecha desde la invención del tocadiscos, invitó a su doble al camerino para conocerlo. Ese día, como buscan las olas la orilla del mar, los vecinos y las vecinas del Barrio Alto buscaron y anunciaron a grito pelao (la primera versión apócrifa de WhatsApp) que Julio Iglesias estaba en El Puerto.  Aunque ellos solo alcanzaron a ver su Cara B.

AQUELLOS DÍAS AZULES

AQUELLOS DÍAS AZULES

Con gran éxito de público, y esperemos que de crítica, el colaborador de esta web, Pepe Mendoza (El Puerto de Santa María, 1964), presentó el pasado viernes en la Fundación Rafael Alberti su nuevo libro Aquellos días azules. Crónicas coquineras (1976-2000). Pepe es un portuense de la calle San Sebastián (uno es siempre de la calle en la que vivía cuando empezó a ir a la escuela). Graduado Social y Licenciado en Derecho, ha sido articulista en M-80 Radio, la Cadena Ser, El Puerto Información, Noticias Locales y Diario de Cádiz.

Tras Ecos de Vecindad y En defensa nuestra, Aquellos días azules, su tercer libro, habla de esa promesa eterna de felicidad a la que llamamos verano. Concretamente, de los veranos del último cuarto del siglo XX, vistos por los ojos de un niño, un adolescente y un hombre más o menos maduro: tres personas distintas y un solo portuense verdadero. Unos ojos anclados a la orilla de un río al que llaman del olvido, en un melancólico lugar de retamas blancas y amarillas.

Durante la presentación, el autor estuvo acompañado por Paqui Ayllón y Alberto Castrelo, que condujeron con solvencia y mucho arte el acto. Colaboraron también, leyendo párrafos del libro, Belén Domínguez, columnista de Diario de Cádiz, y Antonio Ocaña, autor y actor de teatro. Dos jóvenes actores del grupo de teatro Balbo, Efraín Cruz y Chema De la Flor, interpretaron a dos tacañones del programa Un, dos, tres responda otra vez. Dos primos lejanos de Kiko Ledgar y a Ana, la secretaria contable, además de una pareja de concursantes vecinos y residentes en el Mar de Cádiz, que sacaron matrícula de honor en las preguntas que Kiko les formuló sobre el libro, hicieron las delicias del público.

Por las páginas de Aquellos días azules desfilan decenas de vecinos portuenses, además de un sinfín de famosos que nos visitaron en aquellos años. También brillan lugares emblemáticos que desaparecieron de un día para otro: la playa de la Colorá, la antigua estación de trenes, el Teatro Principal, los cines históricos, la Casa de las Cadenas, las Bodegas 501, la Joy Sherry, El Convento... ¿Sabía usted que El Papi resucitó al tercer día tras perder la vida en Marbella y siguió vendiendo por la playa de Vistahermosa sus famosas y sabrosas papas fritas? ¿O que el entonces ministro de Economía, Carlos Solchaga y su pandilla de amigotes fueron expulsados del Club Las Redes por liarla, todos con una tajá como un piano? ¿O que al quince veces campeón del mundo de motociclismo, Giacomo Agostini, de robaron la moto de la puerta del chalé de sus suegros en Vistahermosa? ¿O que un chiquillo de la Rivera al que llamaban el Juaqui fue convocado con la selección española sub 18 y ya se lo rifaban el Madrid, el Barcelona y el Atlético de Madrid? ¿O que, por primera vez en la historia del certamen, en 1985 la gala de Lady España se celebró fuera de Marbella y Cayetana de Alba le entregó la banda a Tita Cervera en la Joy Sherry? ¿O que Los Cucas, unos chavales de aquí, lo petaron en los 40 Principales con su canción “La última carta”?

Dice Mendoza que ha escrito este libro para que no olvidemos de qué barrio, de qué playa, de qué arboleda perdida venimos. Para que las personas y las vidas de entonces no mueran nunca en las alforjas sin fondo de nuestra memoria comunitaria. Para seguir vivos y juntos en las historias que nos contamos. Para que ni el levante ni el poniente borren nunca aquellos días azules y aquel sol de El Puerto.

(De la Web Gente del Puerto, 11-06-2022)