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UNA CUESTIÓN DE CLASE

Sucede que hoy la clase es un bien tan escaso como el trabajo o la vergüenza. Padecemos, por el contrario, un enorme excedente de vulgaridad y grosería. En política, por ejemplo, la derecha española cuenta con verdaderos cracks en las malas artes de escupir sobre la dignidad del contrario: Miguel Ángel Rodríguez o Salvador Sostres son sólo dos de los mejores activos del siniestro gremio de los que disfrutan envenenando la convivencia.
Hay también una cierta izquierda que desprecia los buenos modales, tal vez porque los considera vicios pequeño burgueses propios de la hipocresía conservadora. Pero para un servidor, que sigue siendo, si no rojo, al menos, infrarrojo, las formas son tan importantes como el fondo. ¿Qué es la democracia, sino una cuestión de formas?
Viene todo esto a cuento por las declaraciones que el señor Barroso hizo a este periódico tras perder el 22-M por goleada, a manos, según él, de una mujer incapaz, "un secarral, políticamente hablando… que tiene otras virtudes que en los tiempos que corren son bastante notables y cunden bastante. Como Belén Esteban, que decían que de presentarse a unas elecciones podía ser la tercera más dotada". La derrota, decía Borges, tiene una dignidad que la victoria no conoce. Barroso, parece que tampoco.
La conciencia de clase, como ven, no garantiza la clase a secas. Ni los viajes. Ni haber sido alcalde (que en griego significa "justo") durante tantos años. El machismo leninismo es una cáncer que ataca incluso a los intelectuales más comprometidos de la vanguardia.
Por cierto, habría estado bien que alguna mujer de IU hubiera salido, en público, a defender a Maribel Peinado. No solo por una cuestión de solidaridad de género. También por una cuestión de clase.
ELEGÍA A UNA OLIVETTI 98

Con la misma impunidad con la que el vídeo mató a la estrella de la radio los ordenadores han acabado con la vida de la vieja máquina de escribir. Hace un par de semanas cerró por defunción la última fábrica, cuyos propietarios todavía creían, como Henry James, que “escribir a máquina es como acompañar a un cantante al piano”.
Durante décadas, el mejor periodismo y la mejor literatura cabalgaron a lomos de una remington, una continental o una royal. También el cine contribuyó a su leyenda. Nadie que haya visto El Resplandor podrá olvidar nunca la violenta locura de Jack Nicholson, mecanografiada en cientos de folios que repiten compulsivamente la misma frase. O la escena en la que Oskar Schindler dicta, de memoria, los nombres de los judíos que van a escapar de los hornos del nazismo.
En mi casa, no, pero en la del vecino sí que había una, una underwood que, según él, era la misma que utilizaban en los ministerios. Aunque solo trabajaba bajo presión, aquel armatoste tenía una salud de hierro. Aún así, en alguna ocasión tuvo que llamar a su mecánico de cabecera, un señor de negro que acudía siempre con un maletín de médico del que sacaba gamuzas y aceites, y que una vez le curó un esguince de rodillo y otra un pinzamiento en el tabulador.
Yo aprendí a escribir en una Olivetti 98, en las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia, rama Administrativa y Comercial. Todavía hoy coloco los dedos (todos) en el teclado del ordenador y puedo oír la voz del Padre Martínez gritar ¡ya!, y, a continuación, el crepitar metálico de las máquinas, y me veo enfermo de vértigo, acortando el tiempo, achicando el texto, volando a más de 250 pulsaciones por minuto.
Escribir a máquina, decía entonces la publicidad de las academias, era una “condición indispensable para tener un buen trabajo con futuro”. En mi caso, perdonen la autorreferencia y la nostalgia, fue así. Le debo la vida, la vida laboral, a aquella vieja Olivetti 98. Dios la tenga en su despacho.
(Diario de Cádiz, 16 de junio de 2011)
PESADILLA EN VISTEÓN

Qué mal envejecen los terrores antiguos. Lo volví a constatar el otro día, viendo uno de los capítulos de “Historias para no dormir”, la serie que el Diario viene promocionando los domingos. En comparación con las espeluznantes noticias que cada mañana aparecen en las páginas económicas de los periódicos, el episodio que puse parecía firmado, en vez de por el gran Chicho Ibáñez Serrador, por el guionista de los teletubbies. Nada que ver, por ejemplo, con el sobrecogedor relato con el que nos desayunamos el jueves y que en apenas una semana se ha convertido en un clásico de la literatura de terror laboral.
Los hechos suceden en las instalaciones de una multinacional, un escenario simbólico que hoy ocupa el espacio que en el XIX tuvieron los castillos ingleses, o, en el XX, de la mano de Freud, el terreno pantanoso del subconsciente. A primera hora de la mañana los representantes de los trabajadores son obligados a subir a un autobús que los traslada a otra dimensión. El viaje dura unos minutos, o tal vez años (eso nunca se sabrá). El autobús se detiene delante de un hotel, una recreación moderna del hotel de Psicosis. Ya dentro, un siniestro mayordomo con apariencia de traductor les informa que, laboralmente, están muertos.
Cuando vuelven de ese viaje errabundo, unas horas o unos años más tarde (eso nunca se sabrá), cansados y envejecidos, contemplan horrorizados como sus compañeros también deambulan como zombis por las inmediaciones de la factoría. Deslocalización le llaman al nuevo género, a medio camino entre el cine gore y el realismo sucio, y en el que Cádiz parece que cuenta con esa atmósfera imprescindible para este tipo de relatos. Aquí sobran puertas (administrativas) que chirrían, fantasmas que se desplazan en coche oficial, muertos vivientes perdidos en el bosque tenebroso de las estadísticas de la desesperación.
Qué mal envejecen los terrores antiguos, pero qué miedo dan estas nuevas historias de psicópatas sociales.
(Diario de Cádiz, 30 de junio de 2011)