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LA DIGESTIÓN

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     De los ritos infantiles de obligado cumplimiento ninguno me resultaba tan fastidioso como el de guardar la digestión. Qué indigestos los mayores con la digestión. Si algún día salgo con Proust en busca del tiempo perdido, tendré que pasarme sin falta por La Puntilla para recuperar el rastrillo rojo que perdí una tarde nublada de agosto y desenterrar aquellas horas muertas de la sobremesa. Los jugos gástricos, que debían ser unos cuantos, tardaban mucho más en embadurnar el bocadillo de tortilla que mi madre en embadurnarnos a todos de Nivea (madre entonces solo había una).

     No alcanzaba uno a entender, a esas edades, la razón por la cual el proceso de transformación de los alimentos, pura mecánica según el libro de Naturales, tenía una duración tan arbitraria. Tú te podías comer, por ejemplo, una tartera de filetes empanados, otra de pimientos fritos, media sandía, un camy limón y el final del camy naranja de tu hermano chico, y ese día, no sabíamos por qué, en no más de hora y media el bolo alimenticio daba de mano. Por el contrario, había veces en que uno andaba desganado, con apenas un huevo duro en el estómago, y el quimo y el quilo, socios inseparables que mantenían unas luchas intestinas, se pegaban tres horas centrifugando. Raro, raro. El empollón de la clase me dijo una vez que la digestión era un estado de ánimo. Un estado de ánimo de los adultos, puntualizó. Qué raro hablaba, también, aquel niño.

     El caso es que la digestión, como la procesión y las cortinas del baño, iba por dentro, y eso la convertía, al final, en una cuestión de fe. Tú guárdala, por si acaso, decía mi madre. La misma fe a la que te encomendabas cuando te tragabas un chicle  para que no se te pegara en el estómago, o la que te libraba de que te diera un aire cuando cometías la imprudencia de acostarte con el pelo mojado.

     Hay momentos en los que me gustaría que la vida volviera a sestear con la misma desesperante cachaza con la que lo hacían las horas eternas de la digestión. Ahora, los veranos pasan tan deprisa que apenas tiene uno tiempo de escarbar, con el entusiasmo y la profundidad de entonces, en la arena dorada de los días. Todo era más sencillo, además, con aquel rastrillo rojo.

     (Diario de Cádiz, 6 de julio de 2012)

05/07/2012 23:45 Pepe Mendoza #. LA DIGESTIÓN No hay comentarios. Comentar.

LUGARES COMUNES

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   En la foto que tengo delante, un anciano sonríe algo temeroso montado en un columpio; su nieta está detrás, pura alegría, balanceándole hasta el infinito y más allá. El texto que figura al pie dice: “Existen lugares en los que todavía tenemos cinco años”. Es cierto. Hay paraísos en la memoria en los que los días no se persiguen, y el calendario, sobre el que el tiempo hace ya mucho que se puso amarillo, sigue marcando la fecha en la que se fijaron, sin orden ni concierto, nuestros primeros recuerdos.

     Yo cada vez que paso por la Prioral tengo nueve, y voy o vengo del Liberato de la calle Vicario, de cambiar novelas de Corín Tellado para mi madre. Los sábados por la mañana, cuando mis amigos y yo nos reunimos para jugar el mismo partido que llevamos disfrutando treinta años, donde realmente estamos es en el patio de recreo, en plena celebración semanal de la infancia. Y es que todavía permanecemos allí, y en breve sonará la bocina, hemos ganao la copa de meao quien ha perdio se la ha bebio, que nos devolverá a clase. Sí, existen lugares en los que nunca crecemos. Cuando uno es niño lo es para toda la vida.

     Hay espacios protegidos del olvido que marcan también el tránsito de una estación a otra. Uno pasó sin apenas darse cuenta de las noches a la fresquita en un patio de vecinos, entre macetas que ponían límites y olores a la niñez, a las noches a la fresquita de un cine de verano, el cine Playa, bajo el cielo raso y algo amenazador de la adolescencia. Macario enciende la luz, que me mareo, eo, eo, gritábamos cada vez que la proyección daba un salto inexplicable. Pero no era mareo, sino el vértigo que producía nuestro propio salto vital, igual de incomprensible, a aquella libertad recién inaugurada que se reflejaba en una pantalla por la que siempre aparecía un chino sin camiseta y con nunchakus animándonos a hacer un mal uso de ella: no había papelera que quedara inmune a las patadas de aquellos karatecas de Crevillet en el camino de vuelta a casa. 

     Uno crece y descuida compañías y lugares, y es bueno regresar de vez en cuando a aquellos amigos y aquellos escenarios, de los que siempre se vuelve, se tenga la edad que se tenga, hecho un chaval.

     (Diario de Cádiz, 20 de julio de 2012)

19/07/2012 23:00 Pepe Mendoza #. LUGARES COMUNES No hay comentarios. Comentar.


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