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LA EDAD DEL HIELO

En el frigorífico de casa hay tres clases de helados, pero mis hijos dicen que la oferta es manifiestamente mejorable, se habrán creído que el padre es el dueño de Da Massimo. Nunca hiela a gusto de todos. En mis tiempos, les digo mientras coloco bien las cajas que han desordenado, pero me vuelvo y ya no hay nadie, ni tan siquiera Isabel, que sabe de sobra que en el costumbrismo y en la cocina doy lo mejor de mí mismo. Me acompaña, menos mal, Tina, nuestra perra, a quien le agradezco muy sinceramente su presencia antes de empezar la disertación.
En mis tiempos, en el frigorífico sólo había, cuando había, flaggolosinas, mi rico helado, del congelador lo saco congelado, etc. Aunque los únicos que le llamaban así eran los niños del anuncio, pues ese polo discapacitado tenía más nombres que sabores: flá, flan, poloflá, poloflán... Tú le decías al señor del kiosco "un flaggolosina" y el hombre ponía una cara rarísima, lo mismo hasta pensaba que eras descendiente de algún niño de la guerra que había vuelto de Rusia ese verano. El caso es que no había más: o el poloflá, o, como mucho, el Camy naranja o limón. La verdadera edad del hielo se sitúa a finales de los 60 y principios de los 70. Luego vinieron el Drácula, el Minimilk, el Mikolápiz o el Súper Choc (al que una niña de mi calle, finísima ella, le añadía al final otra "h" y otra "o"), pero esos fueron polos saboreados ya en la casapuerta de la democracia.
Le hablo a Tina de Proust y de su magdalena, cuyo sabor, de mayor, le hacía evocar la infancia. El de los poloflán ya no es el mismo, pero cuando he vuelto a abrirlos (sin tijeras, devorando el plástico a dentelladas secas e impacientes) y a probarlos, yo también me asomo a aquellos días azules y a aquel sol jovencísimo. Es una versión algo cutre, lo sé, pero es que, aunque ambos seamos dos grandísimos escritores y tengamos dos novelas parecidas (él, Por el camino de Swann; yo, Por la calle San Juan), la cuna, le digo a Tina, marca, y de qué manera, el devenir de los placeres y los días.
Acabo la conferencia agradeciendo la atención prestada. La perra puesta en pie, ladra emocionada. Yo me vengo también arriba y le doy un abrazo. De mi mujer y mis niños, ni rastro.
(Diario de Cádiz, 5 de julio de 2013)
EL CANGREJO ROJO

Fue a mí tío José al primero que se lo oí pronunciar un domingo de agosto en La Puntilla, principio de los setenta, con esa media voz como de espías que ponían siempre los mayores cuando hablaban de secretos familiares o de política. Dijo “el Cangrejo Rojo” y enseguida mi tío Manolo y mi padre se perdieron con él, orilla abajo, en dirección al Castillito. Yo ya había escuchado en la clandestinidad doméstica del corredor de mi casa que mi tío José era comunista (de la filiación política de mi padre y de mi tío Manolo no había podido averiguar nada todavía), por lo que imaginé que igual se habían citado, en alguna parte del litoral menos concurrida, con un alto cuadro del Partido, para cerrar los últimos detalles de una democracia que estaba al caer. El Cangrejo Rojo, continúe con mis ya por entonces brillantes deducciones, podía ser el apodo en clave revolucionaria de Santiago Carrillo o de Marcelino Camacho, o del mismísimo Rafael Alberti, que lo mismo tenía un piso franco camuflado, con vistas al mar, en La Arboleda Perdida. Cualquiera de ellos podía ser el autor intelectual de la emboscada definitiva que acabaría para siempre, esta vez sí, con el Caudillo, quizá en su próxima visita a Cádiz, tal vez en la tranquila intimidad de su habitación del Motel Caballo Blanco (siempre la misma), donde pernoctaba cuando bajaba a la provincia. Cangrejo Rojo, Caballo Blanco, no estaba mal como título para una novela con la que El Puerto pasaría a formar parte de la historia gloriosa de todas esas ciudades europeas que se rebelaron y derrotaron al fascismo gracias a algunos héroes anónimos. En el caso que nos ocupa, mi tío José, mi tío Manolo, y Rafael, mi padre, los tres en meyba y con la espalda hasta arriba de Nivea.
Pero no, el Cangrejo Rojo tenía más de Freud que de Marx. Lo descubrí unos años más tarde, a esa edad en la que tan importante como la lucha incansable por la implantación de una sociedad sin clases es la utopía fervorosa e igualitaria del deseo carnal. Aquel Club de Vacaciones, poseía, justo delante del hotel, una zona de dominio público en la que retozaban medio en cueros, soñolientas y despreocupadas, ardientes hembras francesas (las suecas de aquí) que, no teníamos ninguna duda, venían buscando lo que venían buscando. La España alegre y faldicorta, de la que hablaba Fraga como símbolo de modernidad, era una película de Walt Disney al lado de aquel cine con dos rombos que se rodaba cada verano al final de Vistahermosa, en un Puerto ya preparado para el turismo y para lo que hiciera falta, en el que, más temprano que tarde, acabaría triunfando la república dependiente y festiva del amor libre. Nos lo merecíamos, pues habíamos pasado sin traumas, y con una saludable alegría epidérmica, del refajo al traje de baño y del bikini al despelote, gracias sobre todo a nosotros, jóvenes y sobradamente acalorados, machotes coquineros en permanente estado de ebullición, atletas sexuales de la Ciudad de los Cien Palacios y un Número Indeterminado de Fantasmas.
No voy a negarlo (salvo la primera vez, que me puse las gafas de buzo, el resto de comparecencias las hice siempre a cara descubierta): yo también fui de excursión a esa playa libertina, a la edad en la que, según Quevedo, uno “vivía amancebado con su mano”. Y sí, también doblé bastante la vista a la derecha (en el camino de vuelta, a la izquierda), bizqueando mucho para no perderme detalle, sin dejar nunca de andar, porque si te parabas, algún gabacho, sólo por disimular (era vox populi que todos tenían más venas que una caja de huevas), podía ponerse gallito, acomplejados como estaban por un pasado de guerras perdidas y un presente de cuernos bien puestos.
Sí, definitivamente el Cangrejo Rojo tenía mucho más de Freud que de Marx.
(Diario de Cádiz, 21 de julio de 2013)