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DE PROFESIÓN HERMANO

Hay dos formas de entender el mundo. Una, como un lugar peligroso en el que lo mejor que podemos hacer es acumular posesiones y prestigio, y desconfiar de todos y de todo, pues el mal acecha en cada esquina y es mejor camuflarse y no arriesgar que decir quién eres y de qué lado estás. Otra, como el barrio de uno, como el patio de vecinos de uno en el que nadie es más que nadie, el puchero compartido tiene el sabor antiguo de la fraternidad y pasar necesidad a solas es un delito de lesa vecindad.
Hay también dos maneras de entender la fe. Como la pócima mágica que te conecta directamente con un reino anticipado y purísimo al que un día llegaremos siempre que hayamos cumplido con todos los preceptos y no nos hayamos rebelado mucho aquí abajo. O como el apasionante afán de encontrarse con el alma del prójimo, de reconocernos mortales pero mortales acompañados, de buscar a Dios entre la niebla buscándose a la vez uno mismo en el dolor y en la felicidad de todos.
Pepe Serrato, jubilado de RENFE pero de profesión hermano, lleva veintiocho años presidiendo la comunidad de vecinos y feligreses más nutrida de nuestra ciudad: la de los pobres de solemnidad. Las dos vienen a ser lo mismo, pues las cosas que claman al cielo son un escándalo intolerable aquí y en el barrio que está más allá de las estrellas, por más que los gánsteres que hoy gobiernan en Europa (la mayoría muy demócratas y muy cristianos) no alcancen a entenderlo. Cada vez hay más familias necesitadas, declaraba el otro día este buen samaritano de Osuna que, con su entrega incondicional a los desposeídos, ha sacralizado la calle y ha civilizado la iglesia, tarea que uno considera imprescindible para dignificar y conectar esos dos espacios públicos, esa doble dimensión humana.
Se siente uno orgulloso de ser, ya oficialmente, hermano del hijo generoso que ayer adoptamos para siempre en este barrio viejo que fundó Menesteo, en esta cálida parroquia de marineros y arrumbadores a la que ha consagrado lo mejor de su vida. Pero es un orgullo aún mayor que él nos adoptara a nosotros hace ya muchos años. Y que nos recuerde, desde su compromiso insobornable, que sólo hay una forma decente de entender el mundo y la fe: la que sostiene que con las cosas de comer no se juega.
(Diario de Cádiz, 15 de marzo de 2013)
POR LOS PELOS

De pequeño, mi primera estación penitencial en los días previos al Domingo de Ramos era la barbería de Jiménez, que estaba justo al lado del Bar Los Pinchitos, a donde me mandaba mi madre –dile a Don Antonio que te descargue bastante- para cumplir con el mandamiento de santificar las fiestas con el cogote recortado y en perfecto estado de revista. Yo obedecía sin rechistar, pero no entendía muy bien por qué Jesús podía enfadarse si me veía con el pelo largo: él y sus amigos tenían unas pelambreras que parecían Ismael y La Banda del Mirlitón.
En cualquier caso, uno siempre iba contento a ese templo civil en el que olía a Lavanda en lugar de a incienso, y en la que la cofradía verde y blanca con más hermanos no era la Vera Cruz sino el Real Betis Balompié. Porque por esa escuela filosófica de trabajadores de todas clases, fluían, a la par que el agua y el talco de los pulverizadores, inclasificables corrientes de pensamiento que hablaban sobre el Racing y la nada, la insoportable levedad de Galloso, o sobre el Arropiero, que era un lobo para el hombre pero sobre todo para las mujeres. En mi curriculum vital tengo un master en educación cívica y sentimental, expedido por ese ágora proletaria que, según su fundador, permanecía milagrosamente abierta, año tras año, por los pelos.
No recuerdo muy bien por qué dejé de ir (tal vez aquella novia primera con aires de grandeza) y empecé a degenerar visitando peluquerías de esas modernas en cuyo interior el tiempo nunca se pierde en condiciones, y en las que los estilistas y los psicoanalistas del cabello hablan con faltas de ortografía.
Don Antonio Jiménez cerró su barbería ya hace años, pero en fechas como éstas añoro esos días previos a la Semana Santa y demás fiestas de guardar en los que uno ofrecía mansamente su cabeza poblada e indefensa -dice mi madre que me descargue bastante-, mientras escuchaba sin perderse detalle al fígaro bético y a sus clientes más doctos. Ahora soy yo mismo el que me corto el poco pelo que me queda con una máquina en la soledad del cuarto de baño, con lo que ese acto tiene de nostalgia, desolación y subida al Calvario, que es, como dice Benedetti, el destino inexorable de los que en cien años seremos completamente calvos.
(Diario de Cádiz, 29 de marzo de 2013)