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LOS QUINCE BAÑOS

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     De las propiedades terapéuticas de los baños en el mar ya hablaron en su día Hipócrates y Galeno, aunque mi madre era más de Don Luis Botello, un colega de ellos mucho más joven que pasaba consulta en el ambulatorio Virgen del Carmen. – Lo del niño es un resfriadillo de nada por quitarse el sayo antes de tiempo. Paños calientes, su candié y, en cuanto mejore, a la playa a darse los quince baños para que pase un buen invierno.

    Tenían que ser quince, pero muchas madres llevaban una contabilidad creativa de los chapuzones y adaptaban la cifra a la baja dependiendo de las circunstancias particulares de cada familia (podían valer 13, 11 e incluso 9). Era algo parecido a lo que pasaba con el cómputo del tiempo de la digestión, cuya duración variaba en función del estado de ánimo de los mayores. En la playa, las matemáticas tenían más de ciencia oculta que de ciencia exacta.

    Como mis padres trabajaban, solo los festivos y algunos sábados enterrábamos la sandía en La Puntilla. A eso había que descontarles los días de levante, los de los castigos, las mareas rojas de mi madre… Difícilmente podíamos llegar a la cifra mágica. Resumiendo: que por una cosa o por otra pisábamos menos la playa que Lawrence de Arabia.

     ¿Solución? Si los González Mendoza no podían ir a la playa, la playa iba a la casa de los González Mendoza. Por la salud de sus hijos unos padres hacen cualquier cosa. Hasta construir una sucursal de La Puntilla en plena calle San Sebastián. Para nosotros solos, como los ricos. Sacaban al patio el barreño de zinc en el que nos escamondaban los sábados, lo llenaban hasta arriba y se liaban a echarle sal. Las macetas recreaban los pinares y las Dunas de San Antón. Eran baños homologados que computaban para los quince. Nosotros disimulábamos, pero no era lo mismo, entre otras cosas porque para darse jogaillas  había que dominar el contorsionismo como Pinito del Oro y yo de niño tenía la misma agilidad que el perro de Heidi.

      El caso es que al final del verano, gracias a esa playa privada genuinamente familiar, juntábamos los quince baños recomendados por el médico. Nos daba un poco igual, la verdad. Entonces, uno se sentía inmortal y no nos asustaba la dureza del invierno.

     (Diario de Cádiz, 1 de agosto de 2014)

FICCIONES

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     Tiene escrito Paul Auster que nos hacemos mayores, pero que en lo esencial apenas cambiamos. Puede que nos hagamos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños: niños que esperan ilusionados que les cuenten historias que merezcan la pena. Una historia y la siguiente, y otra más. Un cuento más y ya está, imploraban mis hijos para demorar todo lo posible los terrores nocturnos. No prescriben nunca los miedos de la infancia. Necesitamos la ficción para encontrarle sentido a la realidad, para sobrellevar con unas briznas de esperanza el duro oficio de vivir.

     Se nos han ido esta semana dos estupendos contadores de historias: Robin Williams y Lauren Bacall. Todos fuimos alumnos del profesor Keating, todos formamos parte de aquel club de poetas muertos milagrosamente vivos que reivindicaban el derecho innegociable a soñar, ¡oh capitán, mi capitán! Todos nos enamoramos de aquella joven judía del Bronx que tenía los labios más sensuales de Hollywood. “¿Sabes silbar, verdad? Solo tienes que poner los labios juntos y soplar”, le dice a Bogart en Tener y no tener,  mientras le pide fuego con la mirada gatuna y la voz cavernosa que la inmortalizó.

     Los obituarios nos cuentan estos días que sus vidas reales estaban hechas con los mismos materiales que las nuestras. Que, como usted y yo, buscaban desesperadamente los trozos desperdigados del paraíso. Robin Williams, alter ego del maestro que nos animaba a aprovechar el momento –carpe diem, muchachos- malgastó trágicamente el miércoles todos los instantes eternos que le quedaban por vivir. A Lauren Bacall le costó veinte años salir de una depresión tras la muerte de Bogart, su pareja dentro y fuera de la pantalla. En lo esencial, los humanos somos muy parecidos.

     Qué razón tiene Auster. Envejecemos pero seguimos siendo aquellos niños que esperan ansiosos una historia nueva. ¿Sabes silbar, verdad? ¡Oh capitán, mi capitán! Un cuento más y ya está.

     (Diario de Cádiz, 15 de agosto de 2014)

15/08/2014 08:03 Pepe Mendoza #. FICCIONES Hay 4 comentarios.

PARCHES

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     Hay una cosa peor que tener albañiles en casa: tener albañiles en las calles. En todas las calles. A todas horas. Todo el año. Cuadrillas de albañiles trabajando en obras de reparación sobre obras mal reparadas que volverán a repararse más temprano que tarde. El Puerto de Santa María, la Ciudad de los 100 Parches. El Puerto, para los amigos de las chapuzas. Igual Florentino Pérez ha comprado la ciudad como nave para FCC y nadie nos ha dicho nada.

     El penúltimo atraco a punta de hormigonera ha tenido lugar en la Avenida Micaela Aramburu. El obrón terminó hace sólo dos años y nos costó, a usted y a mí, 1,3 millones de euros. Se trataba de adoquinar, más o menos, y de apoquinar, más y más. Pues resulta que ha habido que rellenar los agujeros de la calzada con parches de alquitrán a la carrera, a la carrera de la Vuelta Ciclista España. No fuera a ser que algún ciclista se estrellara contra la tienda de ropa femenina Zacatín y pensará, aturdido por el chocazo, que las maniquíes del escaparate eran azafatas que iban a estamparle dos besos como ganador de una meta volante no identificada.

     Los socavones de esa arteria principal de nuestra ciudad, una avenida llena de cicatrices en la que podríamos montar un parque temático sobre el maltrato vial,  son la metáfora de una ciudad que se hunde mientras los hechiceros de la Plaza Peral aseguran que estamos creciendo incluso hacia el subsuelo. Debajo de los adoquines, decían los del Mayo del 68, está la playa. En El Puerto, debajo de los adoquines no hay más agua que las fecales de la improvisación, el despilfarro y el mal gusto.

     El parche y no el churro ese hortera de colores que trapicheó el concejal de Turismo en Internet debería ser el nuevo logotipo de la ciudad. Un parche negro y pringoso de alquitrán, a juego con la siniestra cofradía de “catetos irredentos” (Luis Suárez dixit) que han medrado y siguen medrando en la política local sin cualificaciones, conocimientos ni destrezas acreditadas. Un parche, eso sí, caro, muy caro, que aquí somos fulleros, pero fulleros a lo grande.  Como el que araña la vista y la memoria cuando pasamos por el Paseo de la Victoria, por la Casa de las Cadenas, por el Hospital de San Juan de Dios, por la Ermita de Santa Clara… No tenemos parches baratos.

     (Diario de Cádiz, 29 de agosto de 2014)

29/08/2014 09:03 Pepe Mendoza #. PARCHES No hay comentarios. Comentar.


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