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DOS MILLONES

El Ministerio del Interior presentó ayer un nuevo sistema de alerta para menores desaparecidos. Estará operativo en las primeras 24 horas para casos graves en los que se considere que la vida del niño corre peligro. Me parece una idea estupenda. Tan buena que, para rentabilizarla aún más, podríamos extenderla también a los dos millones de niños desaparecidos de las prioridades legislativas que según UNICEF, esa organización bolivariana, pasan hambre en España. No tener nada que llevarse a la boca es no estar ni contar para nada ni para nadie. Los datos que manipulan los de Cáritas son muy parecidos. Qué se puede esperar de unos antisistemas que adoran a uno de los mayores demagogos que ha dado la Historia. Un perroflatua que si no llevaba coleta es porque a María Magdalena le gustaba más con el pelo suelto.
Dijo el Rey en su primer discurso que en este país cabemos todos, pero lo cierto es que dos millones de niños no caben en su casa a la hora de comer y transitan por colegios y comedores sociales sin poder participar de esa liturgia sagrada en la que la familia se reúne en torno a la mesa para compartir el pan. Sucede aquí, en el país serio que dice el presidente del gobierno que somos, y que a uno, de un tiempo a esta parte, le parece más bien fúnebre. Dos millones de críos desparecidos también de las consultas de los dentistas y de los oftalmólogos, de los cines, de los libros, de las zapaterías, de las clases particulares, de los viajes… Dos millones de niños. Dos millones.
Hablamos del mismo país serio que, después de Letonia, es subcampeón de Europa en desigualdad. La misma España dual que tanto le dolía a Baroja, Azorín, Unamuno, Machado y todos esos rojazos de la Generación del 98: la real y llena de miseria, y la oficial falsa y aparente. Aquella en la que Madariaga fecha esta anécdota. El capataz de un cacique iba de puerta en puerta comprando votos a dos duros, una fortuna entonces. Hasta que se encontró con un jornalero que cogió el dinero, se lo tiró al suelo y mirándole a la cara le dijo: “En mi hambre mando yo”.
En la de los niños, por acción u omisión, mandamos nosotros.
(Diario de Cádiz, 4 de julio de 2014)
LOS ITALIANOS

Yo soy de cuando en los guateques y en las discotecas, a partir de cierta hora, se bailaba lento. De pronto, después de volvernos locos con Tequila o de sobrevivir a los cubatas de garrafón con Gloria Gaynor, la pista se quedaba a media luz, y nosotros, los simpáticos, a dos velas. Sólo los guapos tenían derecho a constatar que, en efecto, el roce casi siempre termina haciendo el cariño.
Sonaban entonces los italianos, los putos amos de las baladas, unos tipos la mar de empalagosos que cantaban como con carraspera. Iban de mártires por la vida sentimental, pero al final, en la última estrofa, se lo comían todo. Hay idiomas que invitan a invadir Polonia y otros que invitan a invadir las camas. Las lenguas romances, como su propio nombre indican, facilitan mucho el filtreo. No es lo mismo decirle a tu señora “No son digno di te, Giannina”, que decirle “Me he pasado tela, Lola”. O llamarse Pepe Mendoza que llamarse Toto Cotugno. Cómo va a ser lo mismo.
Pero una lectura en frío de las canciones (las versiones que se hacían al castellano se parecían tanto a las originales como un buen puchero a una sopa de sobre) dejaba entrever que el romanticismo alcanzaba a veces la condición de patología. Adriano Celentano, tal vez para dejar claro que no solo parecía un boxeador, popularizó Una caricia y un puño, en la que decía cosas como “mi mano, en la que antes brillabas, se convierte en un puño cerrado”. La mismísima Mina le dice a su chico en Grande, Grande: “Eres el hombre más egoísta y prepotente que he conocido en mi vida. Pero al momento eres grande, grande”. ¿En qué momento? ¿Grande de qué?
Aunque, para mí gusto, fue Sandro Giacobbe el más digno representante de la escuela cínica en las baladas de finales del siglo pasado. Triunfó con El jardín prohibido. Ya saben: el muchacho llega una tarde a casa de su novia y le suelta que viene triste porque se ha tirado a la mejor amiga de ella. No es culpa de él, no, la culpa es de la vida, que es así de siesa. Intuimos que la chica no debió quedar muy satisfecha con las prestaciones íntimas de Sandrito. “Mi cuerpo fue gozo durante un minuto”, escupe en una de las estrofas de la canción que lo retrata. Un minuto duraba el guaperas. ¡Un minuto! Ni al estribillo llegaba.
(Diario de Cádiz, 18 de julio de 2014)