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SEÑALES

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     A veces la infancia nos envía señales. Señales sin orden ni concierto. O tal vez sí. Quizá el tomavistas de aquella memoria primera proyecta recuerdos conforme a un guión que no alcanzamos a entender. Ni falta que nos hace. El caso es que aquel tiempo incontaminado y virgen, que determinó nuestro ADN vital para siempre, reaparece a menudo para agasajarnos con sorpresas que brillan como el tesoro de la isla.

     A la Plaza de Abastos, ese Macondo chiquito y festivo de mis primeros años, mandó el otro día el narrador omnisciente que escribe mi relato, una señal párvula, pobre y luminosa. Era un boli de crista (una canica de cristal, para los niños de afuera). Apareció justo debajo de mis pies. Me agaché como si tuviera ocho años, lo acuné entre mis manos y lo besé como besábamos el pan cada vez que se nos caía al suelo. En el Mercado de Valores de la calle, los bolis cotizaban sin fluctuaciones: el de pasta valía un cate; el de crista, dos; el de china, tres; y el de acero, cuatro.

     Mientras hacía la compra, fui todo el rato aquel mocoso con pantalones cortos y zapatos Gorila que subía de dos en dos los escalones de la Plaza. Llevaba amarrada al bolsillo una bolsa de tela en la que guardaba los bolis, que me había hecho mi madre en su máquina de coser Alfa. En el otro iba el bocadillo. Más que bolsillos el pantalón parecía que tenía cerones. Recordé con resignación que yo era muy malo jugando. Nunca conseguí, como la mayoría, una maña estable (la manera en la que cada uno colocaba las manos para lanzar el boli y golpear el del contrario). Así que, más que jugar, lo que yo hacía era fardar de mi colección y de mi bolsa. Para compensar mi falta de destreza, desarrollé, en defensa propia, un enorme prestigio en el arte de alegar pijadas reglamentistas. Cualquier cosa antes de tener que ceder para siempre tu boli más preciado.

     Cuando llegué a casa, loco de contento, les enseñé el tesoro a mis hijos. Me miraron raro, como si me hubiera tomado una cuantas en El Brillante. ¿Cómo podía el hallazgo de aquella pequeña bola de cristal de colorines hacer tan feliz al viejo?

     A veces la infancia me envía señales. Señales de un tiempo más duro, pero también más nuestro.

     (Diario de Cádiz, 13 de febrero de 2015)

12/02/2015 22:25 Pepe Mendoza #. SEÑALES No hay comentarios. Comentar.

EL NOVIO DE LA MUERTE

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     Cae sobre El Puerto el diluvio universal. Llueven también los rumores sobre el paradero de El Lute, un peligroso quinqui que la pasada Nochevieja se escapó del penal más seguro de España. Es martes, 19 de enero de 1971. Un Renault 8 atraviesa la barriada de El Pilar. En el coche van dos inspectores de la Brigada Criminal con un tipo que, como el fugitivo salmantino, va a ligar para siempre su historia personal a la de la ciudad. El coche para en un descampado. El individuo, de complexión atlética y con un bigotillo con el que homenajea a Cantinflas, su actor favorito, pregunta si le van a pegar. “Tú dinos dónde está el cuerpo y no te pasará nada”, le contesta uno de los policías. Él señala sin pestañear el sitio exacto, un albañal rodeado de retamas. Allí está el cadáver de su novia, Antonia Rodríguez Relinque, deficiente psíquica, que yace desnuda con una media atada al cuello. Lleva tres días muerta. Su asesino confiesa sonriendo que se ha pasado a verla las tres últimas noches y que las tres veces se acostó con ella. “¿Cómo has podido hacerlo?”, le espeta uno de los inspectores. “Así es mejor, porque no habla”, contesta.

     Manuel Delgado Villegas (1943-1998), El Arropiero, enfermo mental, analfabeto, disléxico y tartamudo, debe su apodo a su padre, que vendía arropías  por la ciudad. Su madre murió como consecuencia del parto. Nació con el cromosoma XYY y la pulsión criminal cosida a su código genético. En la Legión se hizo para siempre novio de la muerte. Allí aprendió que un golpe duro y seco en la garganta era suficiente para acabar con la vida de cualquiera. Disfrutaba matando.  

     Confesó 48 crímenes, aunque la policía sólo puedo acreditar su participación en 22.  Murió sin antecedentes penales porque nunca fue juzgado. Pasó veintiséis años en los psiquiátricos penitenciarios como preso preventivo. La reforma del Código Penal lo echó a la calle en enero de 1998. Falleció unos días más tarde en una calle de Mataró, con los pulmones podridos por la nicotina. 

     El Lute y el Arropiero pusieron El Puerto en el mapa y en los medios esos primeros días del año de 1971. Los niños de la época aún podemos verles acechándonos tras las esquinas de las calles oscuras de la infancia.

     (Diario de Cádiz, 27 de febrero de 2015)

26/02/2015 22:13 Pepe Mendoza #. EL NOVIO DE LA MUERTE No hay comentarios. Comentar.


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