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EL PAYASO DE ALEPO

Se llamaba Anas al Basha, tenía 24 años y se había casado hacía apenas dos meses. Era trabajador social y regalaba sonrisas a los niños en Alepo, que es, desde hace cinco años, el epicentro del Infierno. Dirigía un grupo de animación llamado Espacio para la Esperanza, una ONG que ofrece terapia y asistencia económica a casi 400 niños que han perdido a uno o a ambos padres. Cuando cesaban los bombardeos y el cielo recuperaba su belleza natural, Anas se ponía una peluca naranja, un sombrero amarillo con flores, se pintaba la nariz de rojo y se convertía en el payaso de Alepo. Siempre hay héroes anónimos que en las circunstancias más adversas asumen el riesgo de crear un espacio para la esperanza, humilde pero valeroso, en medio del horror. Como su compatriota el doctor Wasim, el último pediatra que quedaba en la ciudad y que murió en abril en un bombardeo sobre el hospital en el que trabajaba en condiciones miserables. La esperanza, dice Cortázar, le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose.
En julio, cuando su familia decidió huir, él prefirió quedarse. De las 250.000 personas atrapadas en esa locura organizada, 100.000 son niños y adolescentes. Ya no funciona ningún hospital, no hay reservas de medicinas ni de alimentos. Un alto funcionario de la ONU declaró hace unos días que la ciudad corre el riesgo de convertirse en un cementerio gigante. Anas tal vez pensó que privar de la risa a esos santos inocentes era ya un castigo excesivo que su conciencia no se podía permitir. Que tenía que defender incondicionalmente la alegría. La de sus jóvenes vecinos y la suya propia.
Anas al Basha murió la semana pasada en uno de los innumerables bombardeos que sufre la capital Siria desde hace meses. Tenía 24 años y se acababa de casar. La noticia apenas ha tenido trascendencia en los medios occidentales, tan ocupados como estamos aquí con nuestras cosas.
En los últimos días, cuentan sus amigos más cercanos que pese a que estaba muy cansado y muy débil seguía saliendo a la calle con su peluca naranja y su sombrero amarillo de flores. Era solo un payaso que hacía reír a los niños en el mismo epicentro del Infierno. Darles, en fin, un poco de esperanza, que es, como dice Cortázar, la vida misma defendiéndose.
SONIDOS ETERNOS

La bocina del Vaporcito, que daba las horas por lo civil y por lo popular. La flauta del afilador, convocando, en un maridaje peligroso, a los cuchillos y al levante. El motor atorado del isocarro. El chirrido de la máquina de cortar fiambre de la tienda de Manolo. El himno del Racing tronando por los altavoces mientras los jugadores estiraban los músculos y nosotros el paquete de pipas Churruca. Veinte iguales para hoy, ¿quién me compra otro cupón?
La válvula de la olla exprés suspirando un puchero. El jarrillo de lata buceando en la tinaja. La maquinilla eléctrica de mi padre. La Alfa de mi madre cabalgando sobre un mantón de Manila. La carraspera del transistor desintonizado. El rebobinado de la cinta de casete. El tic tac del despertador gigante de la mesita de noche de mi abuelo Paco. La rueda del teléfono fijo yendo y volviendo de los números. El chasquido al romper los sobres de los cromos y los golpes para que quedaran bien pegados en el álbum. El dado del parchís bailando agitado en el cubilete. Había una vez un circo que alegraba siempre el corazón…
La tiza de color dibujando la fecha al noroeste de la pizarra. Las tijeras atravesando inexpugnables la cartulina. El pelo de la sierra de marquetería escarbando en la madera. El crujir de los escalones que nos llevaban, mariquita el último, al gallinero del Teatro Principal. Los primeros compases del NODO y el rugido desganado del león de la Metro. El balón golpeando contra la pared las tardes en las que no bajaba nadie a jugar. En la caseta de Información se encuentra un niño que se ha perdido, viste bañador rojo y dice llamarse Miguel.
El silbido de la piedra saliendo del tiraó. La bola de la máquina de flippers de El Gazpacho chocándose con todo y nosotros empujándola a golpes de cadera apara que no bajara nunca. El disparo seco del lateral izquierdo del futbolín. La sirena de la SAFA. El crepitar metálico de la máquina de escribir. El chirrido de las gomas de los coches choques sobre la pista de Crevillet. Libre, libre, quiero ser, quiero ser, quiero ser libre…
Sonidos eternos que forman parte de la banda sonora doméstica de la vida de uno. Yo los sigo escuchando, a lo lejos, aunque ya apenas suenen. Son la memoria auditiva de nuestra biografía.