Se muestran los artículos pertenecientes a Abril de 2017.
ELOGIO DEL LUNES

Siempre he creído que los fines de semana están sobrevalorados y que los principios no merecen tan mala reputación. Aquí tienen, casi sin estrenar todavía, al pobre lunes, un día estupendo que a mí siempre me ha parecido humilde, formal y sensato. No tiene los aires de grandeza del viernes, ni la cabeza llena de pajaritos como el sábado. Pero es como ese amigo que no va de nada y que siempre está cuando lo necesitas.
Fue un lunes cuando Dios se puso manos al obrón y echó la peoná más agotadora de las seis que inauguraron la primera semana laboral del primer autónomo. Creó Dios los cielos, la tierra y la luz, dice el plumilla del Génesis. El techo, los cimientos y la instalación eléctrica natural, ahí es nada. Se ganó a pulso la categoría profesional de Sumo Hacedor. Y, de paso, dotó al lunes de un compromiso con las dignidades del trabajo que no hemos sabido valorar.
Un lunes fue el día en el que el hombre puso un pie en la luna por primera vez. Un pequeño paso para el hombre y otro gran paso para el prestigio emprendedor de los lunes. La Primera Guerra Mundial acabó un lunes y fue un lunes también cuando los nazis se rindieron en la Segunda. Una manera justa, democrática y esperanzada de empezar la semana.
La gente le tiene mucha manía al lunes. A casi todo el mundo se le hace larguísimo, pero eso es porque el lunes lo empezamos, emocionalmente, el domingo por la tarde, a esas horas feas que son como los minutos de la basura del baloncesto y en la que no hacemos otra cosa que lamentarnos de la insoportable levedad del fin de semana.
Cuando lo tratas y te desprendes de los prejuicios, el lunes es encantador. Es el día de las pequeñas cosas: el repaso a primera hora de la lección, los buenos olores, el café bien conversado, el propósito de enmienda, los reencuentros. Cada día de la semana tiene sus imágenes legendarias en la memoria de uno y yo siempre me veo dentro del mismo lunes. Un lunes invernal, frío y soleado de la infancia en el que llego a la escuela por detrás de la bocina, con el babi otra vez limpio y otra vez con todos los botones. Y luego ya en la fila, atravesando el patio de la SAFA, caminando soñoliento en dirección a la clase. No había fila más prieta que la que formábamos los lunes.
Yo defiendo el limpio y humilde batallar de los lunes, su borrón y cuenta nueva, su inercia resucitadora. El mundo se acaba los domingos, a eso de la media tarde. Afortunadamente, vuelve a comenzar los lunes.
ARIZA, EL INTERIOR ALEGRE

En el otoño de 1973, mi familia se mudó a Crevillet. Crevillet era entonces un paraíso casi virgen, con unas cuantas barriadas enclavadas entre arboledas perdidas bañadas por las olas cálidas y domésticas de La Puntilla. De la plaza de toros para adelante, todo era Crevillet. Nosotros recalamos en la barriada Francisco Dueñas, que pronto fue rebautizada por los oriundos del lugar como los pisos del Sindicato y por la policía como el Distrito 21.
Yo tenía nueve años y el Brasil del 70 me cautivó de tal manera que tuve clarísimo a una edad tan precoz lo que quería ser de mayor: feliz y futbolista, por ese orden. No un tuercebotas cualquiera, sino un pelotero de categoría. Pelé mismo. Y si no podía ser, porque pedirse Pelé era mucho pedir, por lo menos Tostao, que además del nombre también tenia la cara como el pan del desayuno. O Rivelino, que metía golazos de falta justo por el hueco que había dejado tras agacharse un compañero incrustado en la barrera contraria.
Así que entendí aquella mudanza como un regalo del destino que me llevaría irremisiblemente a convertirme en un futuro no muy lejano en un fijo de la selección de Kubala. En la calle San Sebastián, nuestro domicilio anterior, era imposible romper en futbolista con una pelota gigante de Nivea en una diminuta casapuerta de tres por tres. Pero en Crevillet, donde había un campo de fútbol en cada esquina y partidos a todas horas, mi ascensión al olimpo de los dioses del balón estaba cantada. Lo que allí disputábamos no eran exactamente partidos, sino desafíos, palabra que tenía un componente épico añadido del que carecían los enfrentamientos en el recreo del colegio. Que los de Fermesa me han pedido un desafío. Que los de la barriada La Playa dicen que estamos cagaos y que por eso no queremos desafíos contra ellos. Que los de Los Marineros quieren repetir el desafío del sábado porque el gol que nos dio la victoria fue alta. Y que les devolvamos las Caseras, que si no nos vamos a enterar.
Justo enfrente de mi calle, en la barriada San Francisco Javier, vivía un chaval algo mayor que yo, del que me hice pronto amigo, que manejaba las dos piernas con exquisita solvencia y remataba de cabeza como si fuera Santillana. Además, mientras todos los del equipo salíamos a jugar con los dientes apretados y con la cara de los indios en las películas del Oeste, él saltaba al campo siempre riéndose, como el que va a contar chistes en un bautizo en lugar de a jugarse la vida contra los enemigos acérrimos de la barriada de enfrente.
Era tan bueno, que pronto vinieron a por él y empezó a jugar en un equipo federado, que era como alcanzar la internacionalidad en el barrio. Fue el interior derecho, el interior alegre, del Zeppelín y de La Salle, un 8 con llegada y disparo, cuando los números en el dorsal todavía decían algo. Jugar en un campo de verdad, con dos porterías de verdad en vez de dos piedras, y con la cal delimitando el campo en lugar de tener que marcar las líneas arrastrando las Tórtolas por la arena, no estaba entonces al alcance de cualquiera. Yo ya me lo imaginaba saliendo de un sobre de estampas vestido de blanco, pues era madridista confeso, y pegándolo con engrudo en el álbum de la Liga. Amancio, Ariza, Santillana, Velázquez y Roberto Martínez.
José Luis Ariza Villar, nuestro amigo Ariza, jugó siempre como jugaba con nosotros en el barrio: defendiendo la alegría, disfrutando cada minuto dentro y fuera del campo. Se juega como se vive. Pasaron los años y cada vez que nos veíamos uno siempre salía mejorado del encuentro. Si cierro los ojos, puedo verlo en un cromo de la época, mediados de los 70, en un álbum en el que ya hay demasiadas ausencias, posando, atlético y feliz, con la camiseta a cuadros verdiblancos del Zeppelín, en el centro del campo del colegio La Salle. Y riendo, siempre riendo.