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CRÓNICA DE TRES MUERTES ANUNCIADAS

¡CRIMINALES, VAIS A MATAR A UN GENIO!
Granada. Martes, 18 de agosto de 1936. Tres y cuarto de la madrugada. Ricardo Rodríguez camina en dirección a su casa tras pasar la noche jugando a las cartas. Al llegar al Gobierno Civil, ve a su amigo Federico salir escoltado por guardias y falangistas. “¡Criminales, vais a matar a un genio!”, grita desde lejos. Se libra por poco de ser detenido. El poeta va esposado con un maestro de escuela. Dos banderilleros anarquistas, también maniatados, cierran la cuerda de presos. Los cuatro hombres son introducidos en un coche que los traslada hasta Fuente Grande, muy cerca del barranco de Víznar. No hay luna esa noche.
Unos días antes, Ramón Ruiz Alonso, exdiputado de la CEDA, ha denunciado al poeta ante el Gobernador Civil de Granada. Se le acusa de ser socialista, masón y homosexual. Lorca, desolado, acepta el ofrecimiento de un buen amigo, el también poeta Luis Rosales, y se esconde en su casa. Un lugar que ambos consideran seguro, ya que dos de los hermanos de Luis eran destacados falangistas. Pero el domingo 16 de agosto la Guardia Civil se presenta en el domicilio de los Rosales y lo detienen. Acompañan a los guardias el ex diputado de la CEDA que lo ha delatado, y su compadre, Juan Luis Trescastro, un falangista fanfarrón y pendenciero muy conocido. El Gobernador consulta con Queipo de Llano qué debe hacer con el preso. Éste responde: “Dale café, mucho café”. Se le vio caminando entre fusiles, por una calle larga, salir al campo frío, aún con estrellas de la madrugada. El termómetro marcaba 16 grados. Fue una noche oscura de verano.
Amanece en Víznar. En el Bar Pasaje, conocido popularmente como La Pajarera, los vecinos más madrugadores desayunan. Alguien abre bruscamente la puerta del bar y se acerca gritando al mostrador. Los paisanos giran la cabeza y reconocen enseguida al alborotador: es Juan Luis Trescastro. “Acabamos de matar a Federico García Lorca. Le he metido dos tiros en el culo, por maricón”, vocea orgulloso su hazaña. Así se lo va a hacer saber también horas más tarde al pintor Gabriel Morcillo, amigo de Federico: “Don Gabriel, esta mañana hemos matado a su amigo, el poeta de la cabeza gorda”.
Federico García Lorca, natural de Fuente Vaqueros, provincia de Granada, varón de 38 años, de profesión escritor, fue fusilado a las 4:45 de la madrugada del martes 18 de agosto de 1936, en el camino que va de Víznar a Alfácar, junto al maestro nacional Dióscoro Galindo y a los banderilleros anarquistas Francisco Galadí y Joaquín Arcollas. Fue una noche oscura de verano. No hubo luna esa noche.
¿CUÁNDO LLEGAREMOS A SEVILLA?
Un verso evocando la infancia. Un poema recordando a Guiomar. Las primeras frases del "Ser o no ser" del Hamlet de Shakespeare. Es el inventario vital, derramado en palabras esparcidas por papeles arrugados, que Antonio lleva consigo en los bolsillos del viejo abrigo que le cubre los días previos a su último viaje. Las únicas pertenencias del profesor de instituto que ya sólo recuerda la emoción de las cosas. De todo lo demás ha sido despojado. Hasta la vieja maleta en la que porta sus escasos enseres va a extraviarse al cruzar la frontera con Francia, la noche del 27 de enero de 1939.
Lo acompañan, en su vía crucis hacía el exilio su hermano José, Matea, la esposa de éste, y su madre, Doña Ana Ruiz, gravemente enferma. "¿Cuándo llegaremos a Sevilla?", pregunta la anciana a sus hijos en la confusión de la huida, con la cabeza y el corazón de vuelta ya a su juventud, en aquella primera vivienda de alquiler en el Palacio de Las Dueñas. El escritor Corpus Barga, con el que coinciden en la estación de Colliure, se ofrece a llevarla en brazos hasta al hostal Bougnol-Quintana, donde la familia va a hospedarse, Antonio y su madre compartiendo habitación. Por el contable del alojamiento sabemos que hay días en que los hermanos Machado se turnan para bajar a comer. Sólo tienen una camisa para cada uno y cuando toca lavarlas deben esperar a que el otro suba para intercambiársela.
“Tengo la certeza de que el extranjero significará mi muerte” había declarado el poeta a un amigo unas semanas antes. No sobrevive ni siquiera un mes a la pérdida de España, al dolor profundo del destierro. A las tres y media de la tarde del día 22 de febrero de 1939, miércoles de ceniza, Don Antonio Machado Ruiz parte en la nave que nunca ha de tornar. El ataúd baja la escalera de la pensión envuelto en una bandera republicana que le ha cosido durante toda la noche Juliette, la dueña de la mercería del pueblo. En el bolsillo de su viejo gabán apareció un trozo arrugado de papel con su último verso: “Estos días azules y este sol de la infancia”.
La noticia de la muerte del poeta recorre atravoesa Los Pirineos. Empiezan a llegar a Colliure decenas de españoles y franceses que quieren acompañar en el día de su último viaje al hombre bueno que nos habló de equipajes ligeros, del vino de las tabernas, de huertos claros y de limoneros, del viejo secreto de la filantropía.
Su madre, Doña Ana Ruiz, muere en la misma habitación tres días más tarde.
LOS OJOS SIEMPRE ABIERTOS
Es viernes, 27 de marzo de 1942. Josefina Manresa visita a su marido en la cárcel de Alicante. No lleva al hijo con ella, y Miguel, que presiente que no va a volver a verlo, se lo reprocha con lágrimas en los ojos: “Te lo tenías que haber traído. Te lo tenías que haber traído”. Josefina sabe también que el final está muy cerca. “Le toqué los pies y estaban fríos y con rodales negros. Tiene la ronquera de la muerte”, le dice al salir a su cuñada Elvira, la hermana de Miguel.
Sábado, 28 de marzo de 1942, víspera del Domingo de Ramos. “Sr. Jefe de Servicio: El oficial que suscribe tiene el honor de informar a Vd. que a las 5:30 horas del día hoy ha fallecido el recluso hospitalizado en este enfermería Miguel Hernández Gilabert. Significo a Vd. que el haber salido el cadáver con los ojos abiertos ha sido debido a no poder cerrárselos por medios naturales, según me manifiesta el médico auxiliar recluso”. Aprovechando la relajación en la vigilancia, algunos de sus compañeros de celda logran salvar, escondiéndolos en dos bolsas, las cartas y poemas que Miguel ha escrito en la cárcel.
Josefina vuelve a la prisión a media mañana. Cuando pone la fiambrera con la comida en la taquilla, un funcionario se la rechaza mirándola a los ojos. Ella se va sin preguntar nada. Ya lo sabe todo. A la salida, recuerda una de las últimas frases que le ha dedicado su marido: “¡Ay, Josefina, qué desgraciada eres!”.
La muerte del poeta ya es conocida por familiares y amigos, que van compareciendo en la puerta de la prisión para hacerse cargo del ataúd y llevarlo al cementerio. No está su padre. “Él se lo ha buscado”, responde a quienes se acercan a su casa a darle el pésame. Cuando el cortejo fúnebre llega al campo santo se le prohíbe quedarse a velarlo, pues es allí donde cada noche llevan a fusilar a los presos condenados a muerte. Lo entierran a la mañana siguiente. Con los ojos abiertos, pues no pudieron cerrárselos.
“No me perdonarán nunca los señoritos que haya puesto mi poca o mi mucha inteligencia, mi poco o mi mucho corazón, desde luego a dos cosas más grandes que todos ellos juntos, al servicio del pueblo de una manera franca y noble”, dejó escrito.
No le perdonaron nunca los señoritos que fuera fiel a los vientos del pueblo, a los aceituneros altivos, a los niños yunteros. Que se alistara, como Federico y Antonio, en el bando de los perdedores de la Historia. El bando en el que militan, desde el inicio de los tiempos, los que sangran, luchan y perviven por la libertad.
(Artículo leído en el acto ‘Música y Poesía por la Memoria en el Penal de El Puerto’, celebrado el 18-07-2017, en El Puerto de Santa María)
MEJOR QUISIERA ESTAR LIBRE: EL LUTE Y EL PENAL DE EL PUERTO

Se acaban de cumplir 36 años de dos efemérides que van indisolublemente unidas a la historia de nuestra ciudad. El 19 de junio de 1981, el gobierno de la UCD concedía el indulto a Don Eleuterio Sánchez Rodríguez, una persona que en su vida anterior había sido solo un personaje: El Lute. Apenas un mes más tarde, el 20 de julio, el Penal de El Puerto chapaba sus rejas para siempre, tras casi un siglo abierto como sucursal del infierno de Dante en pleno corazón de la Bahía. El Lute, cuando todavía era El Lute, y el Penal de El Puerto, cuando todavía era el Penal de El Puerto, sellan para siempre sus destinos en la Nochevieja de 1970. O tal vez en el Año Nuevo de 1971. Pero no adelantemos acontecimientos.
Los orígenes del Penal se remontan a 1891. Ese año se crea una Penitenciaría Hospital en el que fue el convento de la Victoria. El Gobierno decidió “crear un establecimiento especial para recluir a enfermos terminales y a otros de inutilidad parcial como ciegos, paralíticos, etc…”. Es nombrado director José Millán Astray, padre del futuro fundador de la Legión. Pero los problemas económicos del país demoran su apertura hasta 1896, año en el que llegan los primeros desahuciados sociales. La improvisación y la falta de seguridad hicieron que las fugas fueran constantes. Era fácil ver a los huidos corriendo por las calles de la ciudad ante el pánico de los vecinos. Según señala Manuel Martínez Cordero, autor del libro “El Penal de El Puerto de Santa María”, los internos convivían en “un antro de suciedad, de cochambre, donde se desconocía por completo el concepto de higiene… en un horrible hacinamiento, amontonados, como piaras de animales nauseabundos”. Esto hizo que los portuenses pidieran el cierre de la Penitenciaría Hospital. Las protestas fueron oídas y fue reconvertido como centro de reclusión de mujeres con capacidad para trescientas reclusas, aunque solo llegaron veinte a finales de 1902. En 1916, tras una gran reforma, pasó a ostentar la categoría de Prisión Central, sólo para internos varones.
El final de la guerra civil y la represión llevada a cabo por el gobierno franquista, sediento de cadáveres y venganza, convierte el Penal de El Puerto en uno de los centros penitenciarios más seguros y temidos del país. En 1940, el número de presos alcanza la cifra de 5.479, cinco veces más que antes del comienzo de la guerra. De una población masculina en la ciudad de 17.073 habitantes, 5.479 eran reclusos de El Penal, un 32,09 % del total de varones con residencia en el Puerto. Las cárceles españolas de la posguerra se parecen mucho a los centros de exterminio nazi durante la II Guerra Mundial. El historiador Gabriel Jackson afirma que entre 1939 y 1943 los prisioneros muertos por ejecución o por enfermedad en el país superan la cifra de 200.000. Martínez Cordero afirma que el número desproporcionado de presos en el Penal de El Puerto hacía que el ambiente en los dormitorios fuera irrespirable, a lo que había que añadir también la gran cantidad de chinches, piojos, pulgas y moscas en el contexto de una suciedad extraordinaria. El testimonio de un recluso hace también referencia al hambre: “el terrible fantasma había ya proyectado su siniestra sombra en el Penal de El Puerto”.
La muerte del dictador abrió un halo de luz y de esperanza entre las rendijas de los inexpugnables barrotes de ese pudridero de hombres. El 20 de julio de 1981, a las nueve de la mañana, el Penal cierra definitivamente sus puertas. Hoy es un lugar sagrado en el que se honra la memoria de tantos derrotados invencibles. La de miles de militantes de la vida sobre cuyo sacrificio está construido nuestro bienestar.
El Lute fue el delincuente más buscado del tardofranquismo. Quincallero pobre, portada de El Caso con la chaqueta raída y el brazo en cabestrillo, cara de Bélmez que aparecía y desaparecía misteriosamente, merchero experto en fugas que saltaba de los trenes en marcha como un Indiana Jones con hambre y sin glamour. En 1962, cuando fue detenido por primera vez por ser un reputado ladrón de gallinas, El Lute todavía no era El Lute, sino Eleuterio Sánchez Rodríguez, un chaval de 20 años, al que en su casa llamaban Terio o Luterio. En 1964 vuelve a ser apresado, ahora por el robo de cobre. Fue en 1965, tras el atraco a una joyería de Madrid junto a dos compinches en el que mueren un vigilante de seguridad y una niña, cuando Eleuterio pasa a ser rebautizado, por lo criminal, como El Lute. El policía que redactó la nota informativa de su detención fue el que le puso ese alias que terminaría convirtiéndolo en leyenda. A pesar de que nunca pudo probarse quién había sido el autor material de los disparos, un Consejo de Guerra le atribuye la autoría de los dos homicidios y le condena a muerte, pena que más tarde le sería conmutada por 30 años de prisión.
En los primeros días del mes de junio de 1966, cuando es trasladado desde el Penal de El Dueso a Madrid para testificar por el atraco a la joyería, El Lute se lanza de un tren en marcha y logra huir. Con heridas por todo el cuerpo, cruza a nado el canal de Castilla y recorre a pie 170 kilómetros. Caminar o reventar, no había más salidas. Dos semanas más tarde es detenido por la Policía de Tráfico en la carretera de Zamora-Salamanca. Un nuevo juicio por la fuga del tren, ahora en los juzgados de Palencia, le condena a 21 años de cárcel.
Las autoridades penitenciarias deciden trasladarlo al Penal de El Puerto, un centro de exterminio del que se hicieron eco hasta las coplas: “Mejor quisiera estar muerto que verme pa toa la via en ese penal del Puerto, Puerto de Santa María”. El Lute llega a finales de junio. Durante los cuatro años y medio de estancia en la prisión los funcionarios califican su comportamiento de ejemplar. El quinqui no sólo ha aprendido a leer y a escribir, sino que aprueba con buena nota la prueba de acceso a bachillerato de adultos. Los profesores del Instituto Padre Luis Coloma de la localidad vecina de Jerez de la Frontera, acuden a la prisión a examinarlo.
Pero las ansias de libertad, que es, como se sabe, uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos, no se aplacan de la noche a la mañana por muy preso ejemplar que uno sea. En la Nochevieja de 1970, cuando España entera se tomaba las uvas, o tal vez en el Año Nuevo de 1971, cuando ya Torrebruno y José Luis Barcelona nos deseaban la mayor de las felicidades, pues nunca pudo precisarse el momento exacto de la fuga, El Lute atraviesa sin compañía el agujero que ha horadado junto a otros reclusos en un plan perfectamente diseñado meses atrás.
A partir de entonces, el Régimen vende a El Lute a la opinión pública como la mismísima reencarnación de Satanás, aunque con algunas de las virtudes todopoderosas del mismísimo Dios, pues, según los telediarios, se hace omnipotente y omnipresente el mismo día y más o menos a las mismas horas en Málaga, en Sevilla, en Madrid o en la frontera vascofrancesa. ¡Qué viene El Lute, nos asustaban los mayores! Y todos corríamos, muertos de miedo, más que Ángel Nieto, Luis Ocaña y Mariano Haro juntos. “Dicen que anda por la calle Larga, preparando fechorías”, susurraba escondida detrás de una taza de café mi abuela Teodora. Mis tíos Manolo y Luisa vivían muy cerca del Penal y yo no quería ir nunca a ver a mis primos. Me imaginaba al peligroso delincuente saliendo de detrás de un rematojo, arrancándome de la mano de mi madre y retorciéndome el pescuezo como a las gallinas que robaba.
En junio de 1973, la policía lo localiza en Sevilla en un coche amarillo con matrícula de Cádiz. Es arrestado junto a su hermano El Lolo. Si no fuera por los uniformes, la foto de la detención bien podría ser las de unos amigos que han salido de copas y posan felices para inmortalizar una inolvidable noche de juerga. El Lute es de nuevo carne de presidio. Comienza también la construcción de su leyenda. Vicente Aranda lleva su vida al cine, interpretada por Imanol Arias. El grupo Boney M. lo convierte en una especie de bandolero bueno de la Transición. Pero el ciudadano Eleuterio Sánchez Rodríguez, según confesión propia, va a odiar durante muchos años a El Lute. Cumplió 18 años de prisión, hasta que en junio de 1981 le fue concedido el indulto. Licenciado en Derecho, escritor y conferenciante sigue creyendo que las cárceles no rehabilitaban ni antes ni ahora. Dice que su reinserción se produjo a pesar de la cárcel. A sus 75 años, con cinco hijos y cuatro nietos, confiesa que ya se ha reconciliado con el mito.
Hace unos años volvió al Penal de El Puerto, que ya no era tampoco el Penal de El Puerto sino el Monasterio de la Victoria, a dar una charla. De esa prisión criminal ya felizmente clausurada, recordaba sobre todo que “los presos miraban siempre hacia abajo, como burros, sin ninguna esperanza”. “Cuando entraba, os juro que he estado a punto de volver a escaparme”, confesó. Como aquella Nochevieja de 1970 o aquel Año Nuevo de 1971, que nunca estuvo claro, en la que El Lute y el Penal pusieron a nuestra ciudad en el mapa de España y en los telediarios.