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EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL WIFI

Catroce días y catorce noches seguidas llevan los de Orange diciéndome, con letra y música de The Beatles, que todo lo que necesito es amor. Puede que sea verdad, no digo yo que no. Pero yo los llamo porque de lo que estoy falto es de teléfono fijo, de ADSL y de megas. Para eso, y no para que me hablen de nuestras carencias afectivas, se deja esta familia numerosa a principios de cada mes una pasta desde hace más de una década.
Conforme van pasando los días, también les pido que dejen de tomarme el poco pelo que me va quedando. Porque aunque según su argumentario corporativo el plazo de subsanación de incidencias no excede de 48-72 horas, son ya catorce días y catorce noches esperando que me solucionen la mía. Alguna vez, incluso, me han sacado de la cama para hacer pruebas al filo de la madrugada.
El relato de mis llamadas cada vez más desesperadas es siempre el mismo. Marco el 1470. Empieza a salirme espuma por la boca. Mi mujer y mis hijos van corriendo al mueble del baño a por el tensiómetro, Suena el estribillo de All you need is love veinte o treinta veces. Los Beatles como teloneros del operador de turno que salta al escenario y me pregunta, melifluo y dicharachero, que en qué puede ayudarme. Yo grito como un poseso all you need is vergüenza, profesionalidad, decencia, etc., etc.. Mi mujer me señala el tensiómetro y hace la señal de la Santa Cruz. El operador no se altera, elude responsabilidades y expide su ración de diaria de presunción de culpabilidad. Un día la culpa es del router, otro del PTR, al siguiente de Telefónica. O de lo lejos que me fui a vivir del repetidor. O del booguie. O del cha-cha-cha. Cuando cuelgo, estoy solo y con la presión arterial por las nubes. Los míos se han encerrado en sus cuartos aterrorizados, como si fueran la mujer de Jack Nicholson en la escena de El Resplandor en la que él se lía a hachazos con la puerta.
Igual necesito mucho amor, no digo yo que no. Y algo más de calma también. De hecho, esta tarde cambiaré de estrategia. En defensa propia ya tengo preparada otra canción de los chicos de Liverpool para combatir al enemigo con sus mismas armas. Cuando termine de sonar “Al you need is love”, les voy a poner “Hello, Goodbye”.
LOS OJOS SIEMPRE ABIERTOS

Es viernes, 27 de marzo de 1942. Josefina Manresa visita a su marido en la cárcel de Alicante. No lleva al hijo con ella, y Miguel, que presiente que no va a volver a verlo, se lo reprocha con lágrimas en los ojos: “Te lo tenías que haber traído. Te lo tenías que haber traído”. Josefina sabe también que el final está muy cerca. “Le toqué los pies y estaban fríos y con rodales negros. Tiene la ronquera de la muerte”, le dice al salir a su cuñada Elvira, la hermana de Miguel.
Sábado, 28 de marzo de 1942, víspera del Domingo de Ramos. “Sr. Jefe de Servicio: El oficial que suscribe tiene el honor de informar a Vd. que a las 5:30 horas del día hoy ha fallecido el recluso hospitalizado en este enfermería Miguel Hernández Gilabert. Significo a Vd. que el haber salido el cadáver con los ojos abiertos ha sido debido a no poder cerrárselos por medios naturales, según me manifiesta el médico auxiliar recluso”. Aprovechando la relajación en la vigilancia, algunos de sus compañeros de celda logran salvar, escondiéndolos en dos bolsas, las cartas y poemas que Miguel ha escrito en la cárcel.
Josefina vuelve a la prisión a media mañana. Cuando pone la fiambrera con la comida en la taquilla, un funcionario se la rechaza mirándola a los ojos. Ella se va sin preguntar nada. Ya lo sabe todo. A la salida, recuerda una de las últimas frases que le ha dedicado su marido: “¡Ay, Josefina, qué desgraciada eres!”.
La muerte del poeta ya es conocida por familiares y amigos, que van compareciendo en la puerta de la prisión para hacerse cargo del ataúd y llevarlo al cementerio. No está su padre. “Él se lo ha buscado”, responde a quienes se acercan a su casa a darle el pésame. Cuando el cortejo fúnebre llega al campo santo se le prohíbe quedarse a velarlo, pues es allí donde cada noche llevan a fusilar a los presos condenados a muerte. Lo entierran a la mañana siguiente. Con los ojos abiertos, pues no pudieron cerrárselos.
“No me perdonarán nunca los señoritos que haya puesto mi poca o mi mucha inteligencia, mi poco o mi mucho corazón, desde luego a dos cosas más grandes que todos ellos juntos, al servicio del pueblo de una manera franca y noble”, dejó escrito.
No le perdonaron nunca los señoritos que fuera fiel a los vientos del pueblo, a los aceituneros altivos, a los niños yunteros. Que se alistara, como Federico y Antonio, en el bando de los perdedores de la Historia. El bando en el que militan, desde el inicio de los tiempos, los que sangran, luchan y perviven por la libertad.