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PSICOSIS

El diario El País le ha preguntado a veinte personas anónimas qué película vieron de pequeños que les traumatizó para siempre. Ninguno de los entrevistados menciona la que a mí me ha dejado secuelas irreversibles y un estrés postraumático que no tiene cura: Psicosis, de Alfred Hitchcock. En 2020 se cumplirán 50 años de su estreno.
La vi con 15 años, con la pandilla, en la azotea de mi amigo Ico, una noche lluviosa de invierno, inmersos todos en ese otro drama no menos trágico que es la adolescencia. A los 40 minutos de empezar, mientras la bella protagonista disfrutaba de una ducha reparadora y nosotros de un cuerpo que invitaba a soñar, alguien descorrió la cortina y la apuñaló con saña, como se apuñala a los cerdos en las matanzas. La sangre casi tiñe de rojo nuestros cubatas. Era la primera vez en la historia del cine que una diva aparecía desnuda, la primera vez que una protagonista moría tan pronto, la primera vez que se veía un inodoro. Fue también la primera vez que mis amigos y yo, hasta entonces inmortales y despreocupados, tuvimos conciencia de que la muerte podía llegar a cualquier parte. Incluso hasta a tu baño, ese espacio lúdico festivo en el que empezábamos a celebrar, ya sin miedo a quedarnos ciegos, la fascinante aventura de conocerse a uno mismo.
Desde aquel día, cuando estoy solo en casa hago lo imposible por demorar la ducha hasta que llegue alguien. Pero no siempre puedo escaquearme. Cuando vuelvo de correr, por ejemplo, no tengo más remedio que armarme de valor y pasar el mal rato, pues mi familia tiene el olfato del protagonista de El Perfume. Una vez, en plena paranoia, convencido de que alguien había entrado en el baño y que mi cotizada sangre de donante RH negativo iba a desperdiciarse en el agua y a desaparecer por el desagüe, saltó la alarma de la casa del vecino de enfrente, que suena igual que las tres notas agudas que son la banda sonora que acompaña desde entonces al gesto simulado de apuñalar a alguien.
Sé que van a pesar que exagero, que fabulo para salvar el artículo, pero les juro que últimamente, además del pestillo del baño, todas las precauciones son pocas, echo también el del dormitorio. Aunque da igual: detrás de la cortina, rebozado en gel, sigo viendo la cara desenfocada de un psicópata. La de un cura siniestro de la infancia, la de un compañero de clase que me la tenía jurada, la de una novia que juró vengarse cuando la dejé, la de un jefe que nunca llevó bien que le hiciera sombra, la de aquel central del Bayern Munich que nos birló en el último instante la Copa de Europa. Y veo el agua caer y me veo yo caer desplomado detrás, haciendo balance de mi vida y, sobre todo de mi muerte, una muerte estúpida y sin épica. La del que huye de casa intuyendo un peligro inminente y vuelve una hora más tarde al lugar del crimen a hacer un remake cutre de Crónica de una muerte anunciada: "El día en que lo iban a matar, Pepe Mendoza salió de su casa a las siete de la tarde en calzonas, y volvió con la lengua fuera, los gemelos cargados y otros auriculares del chino estropeados".
De la adolescencia se sale, pero de Psicosis no.
COQUINERAS SIN FRONTERAS

Hay dos maneras de estar en el mundo. Como pistolero de un poblado de Oeste en el que las diferencias se dirimen por las bravas y, llegado el caso, a balazo limpio, como un western en el que se masacra a los indios, se dispara contra el pianista del salón y se ahorca sin juicio a los forasteros después de salir de misa. O bien como vecino del barrio de uno, como la casa común en la que nadie es más que nadie, las flores del patio lucen para todos y el puchero por muy escaso que sea llega a todas las mesas.
Las amigas de la Red de Acogida de El Puerto viven en el barrio de un mundo en el que aún resuenan los ecos sagrados de aquella vecindad antigua en la que la vida tenía el sabor antiguo de la fraternidad. Generosas y valientes, salen cada día muy temprano a la casapuerta de la vida a baldear el tiempo estancado de un presente hostil con los que menos tienen, a encalar y enlucir historias heroicas de viejas militantes de cuya grandeza tan poco saben las nuevas generaciones. ¿Quién dijo que todo está perdido?
El sábado 14 de diciembre, a las 12 del mediodía, en el número 7 de la calle Gatona de El Puerto, han organizado un evento solidario que han llamado Abriendo Fronteras, y en el que presentarán una Red de Acogida que ayudará a los menores extranjeros que tienen que salir al cumplir la mayoría de edad del Centro de Acogida en el que han vivido hasta entonces. El inicio de una nueva vida sin el apoyo ni de sus familiares ni de la Administración, quedando fuera del régimen protector del que han gozado hasta entonces, solo puede ser posible, lamentablemente, gracias a Asociaciones no gubernamentales y a la generosidad de vecinos como las quince familias portuenses que actualmente acogen a otros tantos chavales que llegaron a nuestra ciudad buscando un futuro mejor. Chavales que molestan por ser pobres, pues es sabido que a los racistas, en el fondo, apenas si les preocupa el color de la piel sino el de los billetes que lleven o no lleven en la cartera. Las fronteras, está claro, se inventaron para los que no tienen nada, pues los ricos gozaron siempre del único pasaporte que se ha revelado eficaz desde el inicio de los tiempos: el dinero.
A las puertas, siempre abiertas, de la Navidad, las amigas de la Red de Acogida portuense nos interpelan con esta hermosa iniciativa. Tantos siglos celebrándola y aún no nos hemos enterado que Jesús es un africano pobre que llega, hambriento y desesperado, desde el otro lado del mar, preguntando si hay sitio para él en la posada. Nuestras coquineras sin fronteras están convencidas de que sí. Que hay techo, comida, formación y esperanza en este barrio nuestro, en la casa de vecinos de El Puerto. ¿Quién dijo que todo está perdido?
PAQUI Y LA ALEGRÍA

Una amiga con las defensas emocionales bajas me pide que le recomiende un libro que le ayude a salir del bache. Le contesto sin pensármelo dos veces: La lectora ciega, de Paqui Ayllón. Un libro que debería ser de obligada lectura en bachillerato. Un libro que debería ser recetado en los Centros de Salud. Menos Prozac y más Ayllón.
La historia de Paqui es la historia de una lucha inteligente y conmovedora contra la adversidad. Paqui, enfermera de profesión, perdió la visión muy joven a causa de una enfermedad degenerativa llamada retinosis pigmentaria. Su libro cuenta esa dramática experiencia huyendo del resentimiento y el victimismo, esos dos impostores que cuando la vida te noquea te ofrecen una pala para que sigas cavando en lugar de una cuerda para salir del pozo. En la profundidades de aquel invierno Paqui buscó ayuda. Descubrió, junto a Albert Camus, que en su interior habitaba un verano invencible. Y encontró a la ONCE. Y aprendió a mirar de otra manera sin renunciar a transmitir a otros su gran pasión desde niña: la lectura. Y se hizo voluntaria lectora. Y empezó a iluminar con su espléndida voz de locutora antigua de radio a colectivos y asociaciones, a personas con dificultades para leer que necesitan escuchar historias bien contadas como necesitan el pan nuestro de cada día.
La lectora ciega es un canto a la vida, un libro coral en el que la acompañan los escritores a los que admira desde que con cuatro años empezó a leer. Hay una cita que Gloria Fuertes parece que dejó escrita para ella: “Todo el pasado se quiere apoderar de mí y yo me quiero apoderar del futuro”. Porque de eso va su libro: de la necesidad de apretar los dientes y tirar para adelante cuando la vida nos juega malas pasadas, en lugar de refugiarnos en la habitación oscura de la melancolía. De defender la alegría. De reinventarse.
El prólogo, “La admirable alegría de Paqui Ayllón”, es de Elvira Lindo. Paqui cree en las hadas gracias a Ana María Matute y está convencida que fue una de ellas la que un día propició el encuentro con Elvira en una sala llena de libros. Tampoco tiene mucho mérito, la verdad, su fe en esos seres femeninos fantásticos con poderes sobrenaturales, porque ella forma parte del gremio. Como su perro guía Meadow es el ayudante canino que su Ángel de la Guarda tiene contratado para tomarse de vez en cuando un café tranquilo.
Si tienen que encargarle algún libro a los Reyes Magos, yo les recomiendo “La lectora ciega”. Está uno hasta el gorro de libros de autoayuda escritos por gurús serenísimos, forrados hasta los dientes, que creen que lo saben todo y pontifican desde sus lujosas atalayas tocando el Nirvana con las manos. El de Paqui habla de una mujer humilde y agradecida, de la vida y de la esperanza, que es la vida misma, la suya, defendiéndose con las armas de la literatura, la música y la amistad. Menos pontífices millonarios y más Paqui. Menos Prozac y más Ayllón.
DULCE COMPAÑÍA

De desagradecidos anda España tan sobrada como de chorizos, patriotas de pacotilla y figurantes de medio pelo, y esa debe ser la razón por la que hay personas que jamas han reparado en la tutela generosa del que con nosotros va desde que la cigüeña nos dejó en aquella antigua casa de vecinos. Como si fuera la caprichosa casualidad la responsable de que el ascensor baje sin tiranteces o la que nos despierta algunas noches de esa pesadilla antigua en la que se nos queda la boca como al Risitas.
El mío acumula ya 55 años a mi servicio, 15 trienios y pico velando sin usura por la integridad física y sentimental de un servidor, que se dice pronto. Es verdad que también está mayor, que cada vez se apresura más despacio, pero mi querido protector madruga cada mañana a sus achaques y continúa desviviéndose por este pobre hombre al que algunas veces, en épocas de pertinaz sequía, ha tenido que dictarle incluso sus artículos.
Y aquí sigue, rescatándome todavía de las habitaciones oscuras de la infancia, ayudándome a cruzar el viejo puente que separa el pasado del mañana, ofreciéndome sus alas para que pierda de una vez el miedo a volar. Y aquí sigue, sin haber disfrutado nunca ni de un día siquiera de asuntos propios.
Y aquí sigue, en fin, sin desampararme ni de noche ni de día, pues él sabe de sobra que me perdería.
PASA LA VIDA

Pasa la vida y pasan los años como pasábamos las páginas de los cuentos que ojeábamos de niños. Con la misma velocidad con la que se acababan misteriosamente las latas de leche condensada o las preguntas sobre los Reyes Magos. La vida, bella y efímera, es una fascinante paradoja. El chiquillo de ayer es hoy el padre del adulto que ahora somos. Don Antonio Machado, aquel hombre bueno que se obligaba a ser niño, llevaba en el bolsillo de su viejo abrigo un trozo arrugado de papel con su último verso: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Hoy es siempre todavía.
Pasa la vida y solo sabemos que no sabemos casi nada. Del tiempo, que corre que se las pela. De los dioses, que están como una regadera. Del mundo, que tenemos que reformarlo nosotros mismos, construyendo espacios comunes que nos saquen de nuestra habitación, que nos ayuden a ser personas decentes sin morir ni matar en el intento. De los demás, que hay mala gente que llega a los sitios y lo jode todo y personas que conspiran para hacernos felices. De nosotros, que ya hemos perdido la cuenta de la cantidad de veces que hemos tenido que resucitar.
Pasa la vida y aquí seguimos, lo cual es un éxito absoluto. Todo un milagro, tal como están las cosas. Así que habrá que alzar las copas un año más y brindar por la hazaña de seguir caminando juntos, como buenamente podemos y nos dejan, por este lado, a veces luminoso, a veces sombrío, de la existencia. Rosa Montero dice que somos un chispazo en un infinito mar de sombras, un instante de fulgor y de pelea. Habrá, digo yo, que aprovecharlo. Habrá, digo yo, que pelearlo.
Mis más sinceros deseos de felicidad para todos en el nuevo año. Pero no de una felicidad volandera y de garrafón, sino de esa felicidad trabajada que se forja al calor del esfuerzo diario, y que cuando tiene a bien comparecer trae incorporada la dicha de haberla merecido.
Salud.